La verdad sobre los martinicos
¿Cuántas veces te has vuelto loco buscando la pareja de un calcetín, unas sandalias de esparto o el cargador del móvil? No encuentras la camisa que ibas a ponerte o la pastilla que debías tomar a las cuatro y luego, horas después, meses en ocasiones, cuando ya no te acuerdas de que lo estabas buscando, aparece en el sitio donde habías mirado por primera vez. Es desesperante.
La culpa es de unos traviesos seres a los que la tradición popular llama martinicos, describiéndolos como criaturas mágicas de pequeño tamaño, narigudas y de gran barriga que siempre van vestidas con hábitos rojos, singular característica ésta última responsable de su nombre. Nada más lejos de la realidad.
La verdad es que los martinicos son seres enormes, llegando a alcanzar varios metros de altura, transparentes y capaces de adoptar cualquier tipo de forma. Lo mismo llenan con su presencia un dormitorio de matrimonio que estiran su inmenso ser hasta el segundo piso, encajando su ojo invisible al marco de la ventana para disfrutar de tu inútil búsqueda. Y se burlan; se carcajean con verdadera mala leche de tu frustración, y si estás atento sentirás su risa como un escalofrío que te recorre de arriba a abajo la nuca.
Los martinicos en realidad no son malos... Sólo tienen un sentido del humor muy peculiar. Y no respetan a nadie. No pasa una semana en la que el Santo Padre no pierda el solideo en algún rincón de su dormitorio de la residencia de Santa Marta -por suerte, el representante de Dios en la tierra dispone de indumentaria eclesiástica de repuesto-, y el presidente Obama busca desde el verano su colección de discos de Stevie Wonder. Incluso fue un martinico de nombre Fredrick el que con su traviesa conducta desequilibró la balanza a favor de los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial, al esconder entre risas una información crucial que el espía Alexander Krieg -Bogart para el Alto Mando alemán-, hizo llegar al Führer a la Kehlsteinhaus, su casa de retiro en los Alpes bávaros más conocida como Nido del Águila. La de Fredrick es una historia digna de ser contada por su relevancia en la mayor confrontación bélica que haya sufrido la humanidad e ilustra como pocas la traviesa realidad de los martinicos.
Primavera del 44. La guerra en Europa duraba ya cuatro largos años y los Aliados vieron en el enfrentamiento directo la única forma de acabar con las fuerzas del Eje, pero era indispensable una distracción. En la mayor operación bélica de engaño de la que se tiene registro -con permiso de Odiseo y de su brillante proyecto de carpintería a los pies de Troya-, los Aliados convencieron a Hitler de que el desembarco masivo de tropas en la costa europea se realizaría por Noruega y el Paso de Caláis, cientos de kilómetros al norte de las playas de Normandía, verdadero objetivo de los estrategas.
Bogart, agente infiltrado en Gran Bretaña a las órdenes del Tercer Reich, accedió por los métodos más ilegítimos que la guerra ampara a tan audaz maniobra de contrainformación, advirtiendo de ello al Führer por medio de un mensaje cifrado que le hizo llegar al Nido del Águila. Pero con lo que el espía no contaba era con que un martinico de nombre Fredrick se había instalado en la casa y que su mayor entretenimiento, aparte de esconder la cubertería de plata para irritación del servicio doméstico, era la de divertirse a costa del dictador. ¡Y vaya si se divirtió! Hitler jamás logró encontrar el documento; la reveladora información nunca fue descodificada, analizada y tenida en consideración, y la guerra se desarrolló tal y como recoge la Historia, con el grueso del ejército alemán esperando el desembarco aliado en una localización totalmente errónea.
Aún hoy no son pocos los turistas que afirman haber sentido una ligera brisa en la nuca durante su visita al Nido del Águila -Fredrick sigue carcajeándose al recordar la cara amoratada y el bigote enhiesto del Führer mientras buscaba el informe entre maldiciones y amenazas-. Incluso hay quien asegura haber visto un sobre amarillento encima de la mesa de estudio del dictador, sobre que ha desaparecido misteriosamente ante sus propios ojos.
En este punto del relato quizás te preguntes, amigo lector, como sé yo todo esto. La respuesta es bien sencilla: entre los martinicos no hay secretos y nos divertimos mucho con las ocurrencias de los demás compañeros. Y la de Fredrick es una auténtica leyenda en nuestra comunidad. Por cierto... ¿No notas un escalofrío en la nuca?
B.A., 2.016
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