Podía verse por la ventana

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   Podía verse por la ventana cielo y nubes perfectas, acompañadas por el sonido de las chicharras durante aquella tarde de verano, y si sabes separar los sonidos, sólo escuchabas el viento que iba de la mano de las olas del mar de aquella isla ibicenca. Uno dispone, o tiene el poder de elegir también el color de su día o de su momento y si quieres, puedes percibir esa tímida nostalgia de sentimientos, de épocas ya vividas. De vuelta al pasado, decir que era estupendo no saber ni qué hora era, pensando que no hay nada más que hacer, que dejarse llevar por la paz y disfrutar de ella hasta que puediera. A continuación, y a dos metros de mí, se hallaba una radio ya preparada para ser puesta en marcha. Me acercqué lentamente, y con el dedo índice la puse en funcionamiento accionando acto seguido el botón del play. Esta vez volumen bajito para que todo se mezclara en armonía, mientras ya sonaba música de los años sesenta en canciones suaves, con ritmo, pero ya elegidas con anterioridad. Todo se convirtió en un gran momento, el cual fue tan recíproco conmigo que me lo guardo dentro para siempre. Un recuerdo, unos minutos irremediablemente perfectos que me pertenecen. No tiene precio descubrir o darse cuenta que existen, como entre otras cosas, elementos de la naturaleza en pleno funcionamiento, tales como el olor que desprende o el sonido de pisar los campos no asfaltados, reencontrando con placer que yo pertenezco a todo eso.

   Sintiéndome desnudo pero con ropa, a las dos horas decidí maquinar un poco mis pensamientos y empezar plácidamente aquella noche, que se presentaba bastante receptiva. Pese al encantamiento nunca te puedes fiar, pero esa ilusión es la que llevaba como siempre conmigo y por ese instante.

   A los pocos segundos construí mis primeros pasos, adentrándome al instante por el camino de piedras que tenía nada más salir del apartamento, dirigiéndome a paso lento hacia el sol, que pisada tras pisada se escondía por detrás del océano. Y todo eso gratis, sin pagar por ello. Demasiado barato para algo tan inestimable. Al llegar al mar en poco tiempo, se podía observar a lo lejos la luz de lo que parecía una fiesta en un chiringuito. Pues allá voy -pensé. No sabía qué hacer y parecía un buen contraste de sensaciones, que me llevarían desde aquella tarde de tranquilidad, a una noche de plena distracción. Preparado y listo me aproximé sin dudar, mientras que a cada instante iba en aumento el sonido de aquella música reggae en aquel ambiente cada vez más acogedor a mi vista. Ya sin sol y con luna casi llena, llegué a la fiesta donde podía observar gente de todo tipo: hombres y mujeres sin perjuicios, simplemente disfrutando de hablar, escuchar, reír o beber. Solo, pero a gusto, me senté en la barra sin saber qué pedir. Sin ningún plan y sin ninguna intención de conocer a nadie; pero se me acercó una mujer que decidió decirme hola. “Hola”, le dije yo, acompañado de un ¿qué tal? Muy típico pero práctico. Hablando del verano, de las vacaciones y un poco de la vida, pasamos un rato agradable durante unos dieciocho o veinte minutos, hasta que me di cuenta, en un giro de cabeza, que a unos pocos metros estaba la persona más espectacular e idónea de todas, para mí. Eso es lo que sentí al instante, sin poder evitar esos impulsos y locas sensaciones, pensando a la vez que realmente era con ella con quien me apetecía estar esa noche.

   No me pude resistir a ese rostro ya conocido, mientras reía con otras personas. ¿Por qué no era yo el que compartía esas risas con ella? Desentendiéndome sin querer de todo, me quedé quieto, intercambiando por fin su mirada con la mía; esa mirada fija que me regalaba por unos segundos, y con una sonrisa sutil y el viento moviendo su pelo, me dijo con su mano, que me acercara. Cuánto afecto de ella hacia mí. De repente, un sueño creado en unas milésimas de segundo, hecho realidad en treinta. Del camino corto que tenía que recorrer, pienso en no tropezar y no dejar de mirarla, intentando no sonreír para que no descubra que en realidad verla, es para mí una debilidad.

   Ya muy cerca, me sale de los labios un hola compasivo, lleno de cariño, dándole a continuación un cálido y fugaz abrazo. Era mi amiga, mi compañera de viaje de esas vacaciones, de la que me había despedido en nuestro apartamento alquilado unas horas antes después de comer juntos. Queríamos, en nuestro tercer día, separarnos unas horas y por lo que fuera nos habíamos vuelto a encontrar. Empezamos a hablar, a beber y a reír, olvidándonos de todo lo que nos rodeaba. Qué bien se puede estar a veces con alguien, ¿por qué no aprovecharlo? Pasaron unos treinta minutos cuando empezamos a bailar sin saber que era el preludio de algo muy sincero.

-La soledad ya no es mía -le dije

-igualmente -me contestó mordiendose parte del labio.

-Cuando quieras me voy -le volví a hablar con mirada penetrante

-Nunca -me regaló con voz suave

   Buena amistad la nuestra que no queríamos estropear por nada, pero que a la vez la atracción nos invadía sin dejarnos ser consecuentes. Sin dudar, nos acercamos el uno al otro y nació nuestro beso, sin miedo, y con la delicadeza de querer mucho a alguien. Perfecto. Nos habíamos dicho todo con ese gesto, no hacía falta hablar para entendernos. Por primera vez descifre su mente compleja, llena de deseos de amar a alguien. Yo diciéndole:

   -habia estado bien quererte durante mucho tiempo, y pase lo que pase esta noche, nunca voy a  perderte. Eres mi amiga y eso es más valioso que nada. ¿Vamos a casa? y ella me respondió:

   -claro que sí, entre tú y yo no puede haber nada ni nadie que nos impida estar juntos y disfrutar de un buen rato a nuestra manera. Vámonos.

   Nos quedaba un rato para llegar y mientras tanto empezamos a hablar de nuestro pasado y de las cosas que habíamos vivido juntos, tonteando también con más besos y más tonterías que la bebida te hace decir o hacer, y a la vez escuchando de su boca que no iba a pasar nada más, que sólo íbamos a dormir juntos. Y a mí me daba igual, sólo quería estar con ella, lo demás siempre sería un regalo bienvenido, aunque deseado. Después de media hora larga nos encontramos sin darnos cuenta en la puerta de aquella casita de una planta, que seria nuestra durante tres días más. Nos quedamos en silencio, nos miramos, cogidos de la cintura y discutimos por última vez si seguir adelante o dar media vuelta. La respuesta a nuestras preguntas y dudas fue entrar, poner música y servirnos una penúltima copa. Una vez dentro, con las copas en las manos y la música de Josephine Baker, empezó el silencio en dirección a una noche inolvidable.

   Esa noche fue increíble e inmortal, nunca morirá para nosotros, porque por fin entendimos, el porqué nos habíamos conocido años atrás. Nos quisimos como yo y ella sólo queríamos.


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