El estado del mar en ese momento era digno de fotografía. El cielo cubierto de espesas nubes grises, la arena que se extendía húmeda alrededor, el silencio sepulcral…. Había estado ahí, claro, en mis ensoñaciones más profundas. Era un sitio de paz y tranquilidad alcanzable sólo en mi mente, y ahora se materializaba frente a mis ojos.
Tuve que pellizcarme varias veces para asegurarme de estar viviéndolo realmente, y aun así estaba lejos de creérmelo. Pero era yo, claro, dejando a mi paso huellas de pies descalzos, pisando los restos de sal que el mar dejaba, oliendo y sintiendo el viento en mi cara.
Respiré profundamente. Una. Dos. Tres veces. Era posible que nunca más viviera algo como eso y suponía que todo terminaría precipitadamente. No quería perderme ni un minuto de respirar ese paisaje, de absorberlo con mis pulmones, hincharlos al tope, y embelesarme de tranquilidad.
Pronto, la suposición se transformó en certeza. Sabía que en tan sólo instantes la maravilla de la que era espectadora se acabaría. Y el miedo se empezó a instalar en mi interior, a acelerarme la respiración, a hacerme sudar y mirar de un lado a otro temiendo el fin. Por unos minutos - que tal vez fueron horas - fue en lo único en que pensé. O me despertaría en mi habitación cubierta hasta el cuello y entre la decepción y el alivio me daría cuenta de que todo había sido un sueño, o bien, algo terrible ocurriría; el mar se revolvería, un rayo caería con fuerza en la arena, seguido de otro, y otro y pronto todo el cielo luciría como un remolino de nubes negras y luces de relámpagos seguidos de fuertes truenos que amenazarían con causar daños severos. O tal vez, los turistas caerían en grupo a la playa, despojándome de toda la paz que sentía hacía unos momentos. Casi podía ver con mis ojos cómo familias de cuatro, cinco, hasta siete personas llegaban con sus carpas, sus sombrillas, esterillas, paletas, pelotas, altanería y dibujadas sonrisas. Toda la muchedumbre instalándose a montones. Ocupando la arena, antes lisa y vacía; apagando el silencio con gritos ensordecedores, entrometiéndose en las cálidas aguas, perturbando la belleza del paisaje.
Me obligué a salir de la parálisis que experimentaba y entre miradas a un lado y al otro, cubriéndome la cabeza para evitar rayos y alejándome del mar lo suficiente para estar a una distancia prudente, me encaminé hacia los médanos. Los subí cansinamente y aparecí del otro lado de la playa, lejos del desastre y del caos que sabía, se acercaba.
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