El crimen durante el musical de Semana Santa, parte 1
Por Milo Villarroel
Enviado el 15/02/2016, clasificado en Intriga / suspense
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Redactado de las memorias de Elena Adame, novelista de misterio, fallecida un 12/09/2003.
Quizá me conozcan como la autora de la serie de novelas policiales protagonizadas por Damián Parra, el detective adolescente. Llevo escrita una saga de cinco novelas sobre el personaje, lo que me abrió un mundo de contactos gracias a los cuales podía desarrollar mis historias. Por ésta especie de pasión que tengo por el tema no pude pasar por alto la serie de eventos desafortunados cierto Jueves Santo del presente año 2002.
Además de ser escritora famosa, soy madre de dos hijos y esposa separada hace ya casi un año. Mis dos retoños estudian en el Liceo Católico de Tomás de Aquino; el mayor cursaba cuarto medio a meses de graduarse para ingresar a la universidad y el segundo en sexto básico. Este liceo solía organizar actos para Semana Santa cada año, pero este año harían una función de Jesucristo Superstar con un elenco de cantantes y actores famosos. Honestamente no soy muy buena con los nombres de los actores, recuerdo unos más que otros, pero no empezaré a entretener al lector con una serie de nombres de los cuales ni yo me fío. Según lo que leí de la invitación, cada alumno tenía derecho a asistir con un apoderado y que la función comenzaba a las 20:00 horas en el teatro del liceo.
— No tengo idea qué hago yendo a ver un musical repetido— se quejó mi hijo mayor, Astor Heredia, mientras estábamos sentados en el taxi camino al liceo.
— Bueno, perdiste porque ya estás en el taxi— le contesté, intentando ocultar la sonrisa— ¿Qué tanto te quejas? Paola me dijo que también iría con Ricardo y él no armó tanto escándalo.
Ricardo Pascal era amigo de mi hijo desde los nueve o diez años de edad y, a pesar de que eran muy diferentes, se complementaban muy bien.
— Eso te dirá ella.
Me giré hacia Astor para verlo hundido en el asiento del vehículo con la palma derecha apoyada en la mejilla en señal de aburrimiento. Astor era un joven con una apariencia bastante particular. Tenía el cabello cobrizo muy desordenado y una nariz fina y afilada que heredó de mi lado de la familia; era tan delgado como pálido y medía cerca de un metro setenta a sus dieciocho años, estatura considerablemente baja en comparación de sus iguales. Pero lo más notorio, exótico o incluso un poco atractivo eran sus ojos grises que brillaban por los rayos solares que entraban por la ventanilla. Ni en mi familia ni en la de su padre, y tampoco su propio hermano menor, nadie poseía ese color de ojos similar al de un halcón. Sólo Astor Heredia.
Dejé de lado la conversación para avisarle al taxista que ya habíamos llegado a nuestro destino. El llamado Liceo Tomás de Aquino era una mole color escarlata cuyo techo estaba adornado por una cruz de metal que se distinguía a kilómetros. Como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, Paola Maturana esperaba en la entrada de éste acompañada por su hijo Ricardo.
— ¡Elena!— exclamó mi amiga, botando el cigarrillo en la acera.
Todos nos saludamos afectuosamente y nuestros hijos adolescentes se alejaron de nosotras. Me pareció curiosa la diferencia entre Ricardo y mi hijo. El joven tenía la espalda ancha y la piel morena por el sol; siempre que lo veía usaba un jockey con la víscera hacia atrás. Le sacaba media cabeza a Astor y por un momento agradecí al cielo que fuesen amigos.
— Si tú estás aquí, ¿con quién dejaste a Félix?— Paola me sacó de mis pensamientos.
— Con mi mamá, ¿y tú qué hiciste con Javier?
— Con su padre— respondió ella casi sin entusiasmo.
Aunque Ricardo y el pequeño Javier eran hermanos, sus padres eran distintos hombres. Sin embargo, eso no influye en esta narración.
— ¿Qué crees que hablarán esos dos?— señaló Paola a nuestros hijos, que caminaban muy por delante nuestro en el pasillo.
Se me hizo fácil imaginar a Astor hablando sobre las novelas policiales que sacaba de mi biblioteca sin mi permiso.
— No lo sé— dije—, cosas de adolescentes, ¿qué importa, Paola?
Dentro del establecimiento, el cual era muy grande por cierto, había muchos alumnos con su apoderado invitado. Entre ellos pude notar que habían chicas con banderas y camisetas con la cara del cantante Ted Lerner.
— ¿Y ese quién es?— preguntó Astor con claro desinterés. Sólo preguntaba para saciar su curiosidad.
— ¿En serio no lo conoces?— le dijo Ricardo— Es un cantante argentino muy famoso. Por lo que leí en la invitación de la obra, va a hacer de Jesús.
La cara de aburrimiento de Astor cambió a una de travesura y con ella miró a Ricardo. Conocía esa cara muy bien, ya que la colocaba siempre antes de molestar a su hermano. Me pareció que Ricardo también la conocía, porque respondió antes de que mi hijo dijera ninguna palabra.
— No seas idiota— dijo—, mi mamá tiene todos sus CD's y vez que puede los pone a todo volumen.
Pude ver que Paola se sonrojaba ante lo dicho por su hijo, confirmando que era cierto. Yo no era fanática, pero lo conocía de apariencia. Era ese tipo de hombre que vendía por ser guapo y tener unos duros abdominales, más que por sus líricas.
— ¿Qué hora es ya?— pregunté a mis tres acompañantes.
— Son las siete recién, llegamos bien— contestó Paola, mirando su reloj de pulsera.
Estaba a punto de decir que teníamos tiempo de sobra para comprar algo para comer, cuando un grupo de chiquillas empezaron a gritar emocionadas.
— ¿Qué pasa?— volvió a decir mi hijo, colocando su mirada sobre el escándalo.
Como respuesta a su consulta, los portones traseros se abrieron para dar paso a unas furgonetas negras que ingresaron una tras otra como una caravana. Supe que eran los tipos de la obra gracias a los gritos chillones de las mujeres presentes, sino habría sido capaz de llegar a pensar que era el Presidente de la República. Antes de ver a cualquier famoso, los auxiliares del establecimiento hicieron de barrera para evitar que las fanáticas se les abalanzaran.
— Por Dios, ¿cómo es posible tanto caos?— me preguntó Paola observando la situación.
— Bueno, tú estarías igual si tuvieras esa edad— dije.
Minutos más tarde, entre auxiliares y profesores consiguieron a duras penas hacer ingresar a todos al enorme teatro. Para que el lector se haga una idea del mismo, tenía un enorme escenario cubierto por un telón bermellón. A ambos lados de este habían puertas de Salida de Emergencia con el respectivo cartel anunciándolas y otra un poco más al centro del teatro. Frente al escenario estaban los más de mil asientos en los cuales padres e hijos se ubicaron unos junto a otros. Nosotros cuatro habíamos quedado casi al centro del salón, teniendo una excelente vista del escenario. Volví a preguntar la hora y supe que faltaba un poco más de media hora para el comienzo del musical, tiempo suficiente para ir rápidamente al baño.
Cuando regresé y me disponía a abrir la puerta de ingreso, una voz masculina desconocida me paró en seco.
— Pero si es la Reina del Crimen— dijo—. La Agatha Christie chilena.
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