El crimen durante el musical de Semana Santa, parte 2
Por Milo Villarroel
Enviado el 15/02/2016, clasificado en Intriga / suspense
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— Pero si es la Reina del Crimen— dijo—. La Agatha Christie chilena.
Ese era el apodo que me había puesto la prensa por mis novelas de misterio. Sabía que debía sentirme halagada, pero no me sentía a la altura de Agatha Christie. Me giré hacia la voz y me encontré con un hombre bajito y calvo con unos anteojos enormes. Algo me dijo que era el director de la presentación.
— Me llamo Justo Farías, director del musical— me extendió una mano velluda—. Me he leído todas sus novelas, soy fanático del detective adolescente. Dígame algo, ¿quién es la Señora X?
Detestaba que me pregunten por la trama de mis historias, menos por un personaje tan fundamental como la villana de la saga.
— Queda muy poco para que lo averigüe— respondí e intenté abrir la puerta otra vez.
Justo Farías me detuvo una vez más, colocando sus manos sobre mí.
— Por favor, por favor— insistió—, para mí sería un honor que pudiera darse un paseo conmigo detrás del escenario. Si no es mucha la molestia.
Para ser honesta no tenía ganas de ir, ya que sólo quería sentarme y ver el musical. Pero al ver el rostro de súplica del hombre tuve que acceder por el bien de mi relación con los fanáticos.
Me guío por otra puerta, oculta para el resto de asistentes, que nos llevaría a una parte levemente iluminado y por un pasillo alcancé a vislumbrar parte del telón que me impedía ver al público al otro lado. Me sentía como una entrometida hasta que recordé que el mismo director me llevó hasta ahí. A pesar de la oscuridad, alcancé a distinguir al hombre junto a varias personas, en su mayoría hombres, y cuando noté que todos vestían con ropajes antiguos caí en la cuenta que eran los mismos actores.
— Señores, señoritas— Farías tomó su atención hablando entre susurros—, hoy es un día especial porque tenemos como invitada estrella a la mismísima Reina del Crimen, Elena Adame.
Mientras me presentaba, extendió su brazo en mi dirección y me sentí invadida por las miradas de asombro del elenco.
— ¿Elena Adame?— exclamó uno de los actores. Hasta yo temí que su voz se escuchara a través del telón.
Lo reconocí de una telenovela que veía junto a mi madre, su nombre era Carlos Briceño. Increíblemente tenía la misma estatura que mi hijo y lucía un peinado tan crespo que parecía sacado de los años setenta. Su vestimenta me indicó que era nada más ni nada menos que el intérprete de Judas Iscariote, uno de los protagonistas del musical. Me dio un apretón de manos con delicadeza.
— La misma— dije yo casi sonrojada.
— Es un enorme gusto— dijo otra miembro del elenco que corrió hacia mí.
La mujer era muy hermosa, con una cara larga y blanca como el papel; su cabello azabache estaba tomado con un moño de tomate que no lograba verse desde mi punto de vista. Dijo que se llamaba Ivonne Valenzuela y el hecho que se presentara me señaló que no era más famosa que yo misma. Yo, todavía avergonzada por la situación, respondí con una risita.
— ¿Y qué trae a la famosa escritora a vernos?— me preguntó entusiasmado Carlos Briceño.
Hasta ese momento no me había fijado de la ausencia del director. Mientras me hablaban, miré alrededor para buscarle, pero no lo encontré y me sentí un poco aliviada.
— Ah, mi hijo va en este liceo— respondí con una sonrisa— así que estoy aquí en mi rol de madre.
Noté en las miradas de ambos actores que mi respuesta los hizo recordar a sus respectivas madres, pero continuaron sonriendo y tuve la impresión que seguirían haciendo preguntas cosas hasta que se sobresaltaron por otra exclamación.
— ¡Pero Ted, por favor, deja de decir eso!— era la voz de Farías desde el fondo de los camarines. Sonaba bastante frustrado.
— ¿Qué está pasando?— pregunté sin ocultar mi preocupación.
Creí que Carlos Briceño o Ivonne Valenzuela iban a decir algo, pero sólo miraron siguiendo el grito. Para mi sorpresa, un anciano vestido con un traje rojo fue el que me contestó.
— Es el idiota de Ted Lerner— dijo, mientras terminaba de arreglar su corbata negra—. El muy petulante quiere dejar de actuar para dedicarse a su nuevo matrimonio.
El anciano también era bastante conocido. Su nombre era Bernardo Plaza, un cantante de la época de Buddy Richard o Peter Rock; a éste lo reconocí porque hace unos días había leído que su esposa lo había abandonado por un cantante más joven. Ese hombre no era otro que Ted Lerner.
El director regresó limpiándose la frente con un pañuelo blanco. Intentó pasar disimulado y se dirigió al elenco como si no hubiera ocurrido nada.
— ¿Saben dónde está la botella de Ted?— preguntó.
Briceño negó con la cabeza, pero Valenzuela pareció saber la ubicación de la botella y desapareció después de afirmar que ella se la iría a dejar al camarín.
— ¿Botella?— consulté extrañada.
— Sí— dijo Farías—, Ted tiene el hábito de tomar agua antes de cantar. Es para aclarar su garganta o algo así— al decir esto hizo un gesto de desinterés con la mano—. Bueno, maestra, la obra ya va a comenzar así que le pido que regrese a su asiento. Espero que disfrute la función.
Me avergoncé de que me llamase "maestra", pero no tuve tiempo de decir nada porque ya estaba fuera de nuevo. Desde de ahí alcancé a escuchar que Plaza seguía reclamando contra Ted Lerner.
No tardé mucho en volver a mi asiento, junto a Paola claro, quien comenzó a interrogarme por mi demora. No entré en detalles y sólo afirmé que se había acabado el confort. Antes de que bajaran las luces del teatro, me giré hacia mi hijo. Astor estaba en la misma posición con la que venía en el taxi y comencé a temer que pasara toda su vida con esa misma cara.
Comenzó el sonido de guitarra clásico del musical original como introducción a la función. Lo que llevaba de historia era bastante fiel a la obra original.
— No entiendo quién es o qué hace ese viejo ahí— dijo Paola entre susurros—. Se pasea con cara de malo por todos lados y sólo canta junto a los sacerdotes.
Hablaba de Bernardo Plaza, esterilizado como Satanás, personaje que no aparece en la versión original del musical. Imaginé que a un hombre como Plaza le debía molestar un personaje como ese. Le expliqué esto a mi amiga, la cual pareció conforme.
El resto de la obra transcurrió de forma normal hasta el momento de la Última Cena y el motivo por el cual relato todo esto. Estaban todos los apóstoles, agregando al traidor Judas Iscariote y María Magdalena- interpretados por Briceño y Valenzuela, claro-, y al mismo Satanás tentando al primero, sentados a la mesa para empezar la cena y mientras cantaban el coro apareció ante ellos un Ted Lerner vestido con una túnica excesivamente blanca. De repente, cuando todos centramos nuestra atención en él esperando su parte de la canción, Ted Lerner se llevó las manos al cuello y en lugar de cantar, emitió una arcada terrorífica para después de desplomarse sobre la mesa ante todos nosotros.
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