Al escuchar la noticia, Jorge palideció:
–Lo siento, Jorge –dijo el viejo García–, debo decirte que has sido el mejor empleado que he tenido. Te indemnizaré bien por tus años de servicio. Además, sé que conseguirás pronto otro trabajo; eres muy habilidoso.
Jorge no quería otro trabajo; había estado a cargo de la granja durante años a esperas de ser el dueño algún día, dado que el anciano no tenía familiares vivos.
El anciano continuó hablando y él quedó sin habla mientras dirigía la vista hacia sus manos, que temblaban impotentes sobre la mesa.
–Jorge…, no me queda mucho tiempo de vida, es hora de vender mis propiedades y darme los placeres que siempre deseé.
El viejo García tenía razón, le quedaba poco tiempo, menos tiempo del que él creía…
–¿Se toma una copa conmigo, señor? –preguntó Jorge con lágrimas en los ojos–, por los buenos momentos.
El anciano aceptó, y el hombre se puso de pie para servir dos copas de vino. Luego buscó un frasco de veneno que tenía en la alacena y puso una cucharada en la copa de su jefe. En pocos minutos el anciano comenzó a ahogarse y a largar espuma por la boca. Luego se desplomó en el suelo, donde quedó inmóvil con los ojos abiertos.
Deshacerse del cadáver fue fácil; tenía cientos de hectáreas para enterrarlo. Eligió un punto junto a una calle de tierra, alejado del casco de la granja, y fue a enterrarlo esa misma noche.
La luna llena lo observaba mientras cavaba, pero cada vez que él se daba la vuelta, ella se ocultaba entre nubes negras: la vergüenza ajena que el astro sentía no le permitía mirarlo de frente.
Los años pasaron y Jorge salió impune. El viejo García viajaba mucho, y al no tener familiares, nadie supo siquiera cuánto tiempo estuvo desaparecido, por lo que rastrear su paradero fue una tarea imposible y se lo declaró muerto sin siquiera sospecharse de un asesinato.
Jorge se dio una gran vida en aquella granja llena de animales y cultivos. Se casó, tuvo muchos hijos y aún más nietos, y todos vivieron llenos de lujos en las tierras que habían pertenecido al viejo García. Solo había un lugar prohibido; un lugar cercado para que ni personas ni animales llegaran por casualidad: el sitio en donde los restos del anciano se descomponían bajo tierra.
Un día comenzó a crecer un árbol allí; un árbol de manzanas. No era un árbol común, tenía algo diferente; una tristeza que se le notaba en las raíces que emergían de la tierra con desesperación, un rencor que deformaba la esencia misma del tronco, un odio que retorcía sus ramas haciéndolas ver como brazos ávidos de sujetar con fuerza un cuello humano.
Jorge vivió una larga vida, y celebró sus noventa años en la granja con toda su familia. Globos y guirnaldas coloreaban su hogar, y la música era tan alegre que hasta Jorge se movía al ritmo sentado en su silla de ruedas. Sus hijas y nueras habían llenado una mesa de comida elaborada con la mayor dedicación, y sus hijos asaron carnes siguiendo las enseñanzas que él mismo les había dado cuando niños. Novillo, cordero, ensaladas…; sus familiares se disputaban quién sería el próximo en llevar un nuevo plato a Jorge para que probase un bocado.
El jolgorio se detuvo cuando su nieta adolescente cayó al suelo de repente. Intentaron reanimarla, pero no hubo caso, fue una muerte súbita. Tampoco hubo tiempo de hace mucho, pues enseguida cayó también su hijo mayor.
Instantes después falleció una de sus hijas, y luego otra de sus nietas. En pocos minutos Jorge vio a todos morir.
Giró entonces la cabeza y vio el manzano, que seguía allí, deforme, observándolo y juzgándolo desde aquella noche.
Jorge quedó sin habla mientras dirigía la vista hacia sus manos, que temblaban impotentes frente al único plato que le quedaba por probar: un pastel de manzanas.
Autor: FEDERICO RIVOLTA
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