Puta

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Los ojos de Alex eran como dos llamas incandescentes a la luz dorada de las lámparas.

    Solo eran dos atenuadas luces, espectrales, ligeramente fantasmales, las que iluminaban aquel cuartucho de hotel. Alex se incorporó sobre los codos con el torso completamente desnudo y apagó la que tenía a su derecha; la otra estaba al otro lado de la cama, cerca, pero lo suficientemente lejos como para que no pudiera apagarla por completo si estiraba la mano en aquella dirección. La dejó así, no le importaba y no quería levantarse de la cama, ni siquiera quería estirar el brazo; tenía ganas de dormir, el sueño la hacía sentirse aletargada, pesada y lenta, deseaba dormir, aunque sabía que estaría dando vueltas en la cama durante horas, quizá incluso ni siquiera lograra dormir aquella noche, pero tenía que intentarlo, él le había dicho que el cuarto estaba pagado para toda la noche, que podía quedarse ahí si deseaba y lo hacía, lo deseaba. Lo que no quería era volver a su casa, al lugar que hacía tiempo había dejado de considerar un hogar, aquella casa que le traía los peores recuerdos, aquella casa que había sido su infancia y su vida adulta: No, no quería regresar nunca más. Le hubiera gustado huir, pero suicidarse hubiera sido más inteligente, la atraparían, aquello era seguro, no había forma de huir. Le hubiera gustado saltar por la venta y precipitarse en caída libre contra el pavimento, le hubiera gustado subir a la azotea y lanzarse desde ahí, más le hubiera gustado poder escapar, poder salir ilesa de aquello. Alex casi pudo verse a sí misma teniendo una familia, un esposo e hijos, casi pudo ver su casa, con sus enormes frondosos jardines verdes, casi podía oler el aroma del jazmín, el de las hojas de los árboles, casi pudo sentir como la sombra de un anciano, un antiguo árbol de enormes dimensiones y tronco ligeramente seco por el paso del tiempo la cobijaba, como la sombra se extendía por su cuerpo y la abrazaba…

    Perdida en sus fantasías había olvidado donde estaba y quien era. Alex miró en torno a sí para recordárselo. ¿Dónde estaba? En un cuarto de hotel, un cuarto de hotel pagado por un hombre enfermo, un loco ¿Quién era? Una puta, nada más que eso. Una mujer a la que los hombres utilizaban para cumplir sus deseos más bajos más ruines, una mujer que no valía un centavo, eso era ella. Una sonrisa insolente apareció en sus labios, si Alex hubiese podido ver su propia sonrisa habría dejado de sonreír al instante; algo de sorna acompañaba aquella sonrisa, pero, mucho más que eso, la sonrisa reflejaba su verdadero interior: era la sonrisa, la sonrisa de una puta, la de una puta que cayó lo más bajo que pudo… No. Aquella sonrisa era de una mujer triste, la de una mujer que ha perdido todo en su vida. Era una pobre, desgraciada mujer…

    Sus labios produjeron un chasquido involuntario que la hizo volver a aquella realidad, horrible, horrible realidad. Volvió a incorporarse en la cama, se sentó y se limpió con el dorso de la mano la lagrima que resbalaba/por la aleta de su nariz y que ya se precipitaba hacía la ropa de cama. Otra más escapó de sus ojos y esta no pudo detenerla, cayó seguida por otra, y por otra, y por otra… Un gemido salió de sus labios y lo ahogó con la palma de la mano, las lágrimas seguían saliendo copiosamente de sus ojos, corriendo su maquillaje. Un extraño olor le llegó entonces y ella tuvo que apartar la mano de su rostro por lo repugnante que le resultaba el hedor que venía de la palma de su mano. Se la acercó a la nariz una vez más, únicamente por curiosidad, aquel olor le parecía muy familiar: era el olor a puta, era su propio olor, su repugnante olor.

    No dormiría aquella noche, aquello le parecía evidente, se puso de pie y salió, desnuda, de la cama. Se puso algo solo para cubrirse y se acercó a la ventana; la luz de la luna penetró la estancia cuando corrió los visillos y, cuando abrió las hojas batientes de la ventana, una ráfaga ligera de viento aireó la habitación. Que fresco, que agradable le parecía el olor del viento en la noche, sin duda, mucho más grácilmente fragante que el suyo propio. Ya no lloraba, no ya no, no existía razón alguna para hacerlo ¿verdad? Sí, eso tenía que ser, no era que hubiera olvidado como sentir, tenía que ser que no lloraba porque no había razón para hacerlo…

    Fue cuando una de sus lágrimas resbaló por su nariz que se dio cuenta de que se estaba engañando, era evidente que se mentía, sí, sí había multitud de razones para llorar, y lo estaba haciendo. Se quedó así, abrazada por la luz de la luna hasta que se tranquilizó y dejó de llorar, unos minutos después, hasta que decidió que quizá un baño la tranquilizaría un poco. Se alejó de la ventana, pero dejó sus hojas abiertas, y se metió en el baño, un cuarto austero y aun peor iluminado que el anterior, cerró la puerta tras de sí y se quitó la camisa que había utilizado para cubrirse dejándola sobre el excusado. Abrió las llaves de la ducha y metió una mano en el agua, estaba fría y ella creía que probablemente no habría agua caliente, no importaba, mejor así. Se metió, tambaleándose, bajo la regadera y se quedó ahí temblando, pensando con odio en sí misma, era su culpa, todo esto era su culpa. Esta vida no había llegado a ella por arte de magia, ella había corrido, inocentemente, hacía esta clase de vida, había creído en las promesas de un hombre de volverla millonaria, había creído en su lisonjera voz y ahora no podía escapar de aquello, tantas veces había fallado en esa empresa, sabía que escapar era imposible ¿por qué le había creído? Que inocente, que tonta había sido…

    Un ramalazo de dolor subió por su pierna y, cuando miró hacia abajo, vio como la sangre se combinaba con el agua que caía y bajaba por toda su pierna para luego desaparecer en las alcantarillas: sin darse cuenta se había clavado las uñas en la pierna y se había provocado una herida. Ahora la herida sangraba, y dolía… dolía… Aquel dolor le parecía agradable, era la primera vez en mucho tiempo que sentía algo, su corazón latía de verdad, retumbaba en sus oídos como un tambor siguiendo su propio ritmo. La visión de la sangre que corría por su pierna le parecía desagradable, pero el dolor le parecía casi dulce. Volvió a encajarse las largas uñas, las uñas de puta en la herida, y sintió como la sangre se escurría entre sus dedos aun clavados en su pierna. Una de sus uñas se quebró entonces y un hilillo de sangre cayó en el agua. Aquel sí dolía de verdad: salió presurosa de la regadera dejando el agua abierta y se acercó al lavamanos.

    Miró su reflejo en el espejo, miró la sangre de su mano y lanzó su cabeza contra el espejo: murió al instante.


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