Lo primero que se encontró al llegar al barrio de San Cristobal fue a un sacerdote que salia de una de las cuevas tapándose la boca con un pañuelo, tras él una mujer llorando le imploraba que le diera la extremaunción a su marido. El siervo de Dios negaba con la cabeza mientras ella le agarraba la sotana suplicándole, el se soltó de un manotazo, tirándola al suelo y huyendo de allí como alma que se la lleva el diablo. El médico ayudo a la mujer a levantarse y entraron a la infravivienda. Era una sola habitación con el suelo de tierra, como único mobiliario tenía una desvencijada mesa y una pequeña chimenea, sobre una esterilla de esparto y cubierto con una raída manta estaba el cuerpo moribundo de un hombre que comido por la fiebre y plagado de llagas, se debatía entre la vida y la muerte. En un rincòn de la estancia tres niños esqueléticos, desnudos y harapientos, miraban asustados sin atreverse ni siquiera a moverse. Nada más acercarse al paciente, supo que poco podía hacer ya por él, la enfermedad había avanzando rápidamente en aquel cuerpo maltratado por el trabajo duro y el hambre, solo pudo darle un calmante para hacer mas liviano el paso al otro mundo. Fue el primero de muchos, en las próximas semanas, el azote del colera mataría sin piedad a los más pobres de la ciudad.
La epidemia se extendió como la pólvora y hacia estragos entre las clases más bajas, que fueron abandonadas a su suerte por las autoridades médicas, eclesiásticas y municipales. En las míseras cuevas, sin apenas nada, sin colchones, ni mantas con la que pudieran cubrirse, familias enteras morían víctimas de la terrible enfermedad. Voces desgarradas de madres pidiendo auxilio alertaban de la imponente presencia de la muerte, los cadáveres eran quemados en la ladera de la colina, insepultos sin ningún consuelo espiritual. Dios había abandonado el barrio de las cuevas, mandándoles ángeles negros para que los exterminara a todos. La vieja Santera Sacramento la larga preguntaba a sus difuntos cual había sido el motivo por el cual se les mandaba tan terrible castigo, que pecados habían cometido ellos, para que cayera sobre sus cabeza aquella plaga bíblica, pero ni siquiera sus espíritus sabían la respuesta. Empezaron a quemar las viviviendas y los enseres de las familias en la que todos sus miembros habían muerto y a dormir a raso, para no compartir techo con los contagiados. Todos los días aparecían en la puerta de las casas que todavía estaban habitadas, cinco o seis cuerpos de los que habían muerto durante la noche, para que fueran incinerados por los vecinos que quedaban vivos. El barrio se puso en cuarentena, el ejercito controlaba que nadie pudiera ni entrar ni salir, estaba destinado a convertirse en una enorme sepultura, en donde no podía sobrevivir ninguno de sus habitantes. Quien no pereciera por el colera, moriría de hambre, el destino de todos ellos estaba anunciado. Algunos hombres intentaron escapar pero fueron abatidos a tiros. Poco a poco dejaron de oírse gritos, llantos, quejidos,.....un silencio sepulcral lo invandio todo proclamando que la plaga había acabado. Entonces fue cuando el alcalde dio por acabada la cuarentena y ordenó incendiar todo el barrio.
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