Leía las noticias con angustia y dolor. Ahora parecía que la generación de pequeños conflictos, guerras étnicas, tribales, religiosas y demás especies, en ciertos sectores emergentes del planeta, favorecían mucho más al comercio de armas que las confrontaciones grandes, multitudinarias y largas en el tiempo. Era mucho más rentable el enfrentamiento entre grupos pequeños por corto tiempo. Los absurdos derramamientos de sangre, la aniquilación de aldeas enteras donde casi no había otra cosa que ancianos, mujeres y niños era algo que desintegraba su ánimo y sus ganas de trabajar. Claro, no se trataba solamente del comercio de armas de mano. Los tiranuelos de turno habían descubierto que podían, merced a los diamantes y el petróleo, tener acceso a tecnologías más atractivas que los ejércitos ordinarios y entraron al mundo de la robótica. Los capitanes de dicha industria les diseñaron mecanismos autónomos con mando a distancia para que jugaran a la guerra desde su piscina palaciega o desde el mismo recinto del harem. Claro, la eficacia de estas atroces máquinas era mucho más alta que la de un hombre, un carro blindado artillado robótico no gastaba una bala si no daba en el blanco, sin hablar de los lanzallamas, lanzagranadas, etc.
Para colmo los ingenios estaban dotados de un cerebro artificial altamente inteligente que podía hacer básicamente de todo. Todo esto solo redundaba en una mayor eficacia a la hora de hablar de muerte, a tal punto que la formidable acumulación de cadáveres hacía que el hedor a putrefacción se extendiera por centenares de kilómetros a la redonda ofendiendo el olfato de jeques y mandamases de facto, por no hablar de pestes y otras yerbas generadas por semejante masa orgánica en descomposición. De esta manera decidieron que para seguir jugando deberían, luego de una matanza medianamente masiva, rociar los cuerpos resultantes con los lanzallamas para evitar interrumpir la diversión.
Si bien era un tema que sensibilizaba a cualquiera, a él lo demolía, dado que su trabajo consistía en el diseño de cerebros artificiales. Cuando comenzó a trabajar en el Departamento de Diseño Bio-fotónico de Roberson Cyber Sistem propuso implantar en los cerebros cláusulas restrictivas respecto a los daños a seres humanos y la propuesta fue rápidamente aceptada. Más luego la competencia hizo contacto con esos tipos y la generación de inofensivos ingenios utilitarios, beneficiosos para el Hombre, perdió vuelo a manos de la formidable rentabilidad de los sistemas bélicos para jugar. La codicia junto con la caída del paquete accionario de Roberson hizo que el directorio decidiera anular toda cláusula restrictiva y se lanzó frenéticamente a la producción de juguetitos para genocidas.
Los cerebros bio-fotónicos implementados fueron los de su diseño y arrasaron con el mercado, por efectivos y eficientes
Era por eso que, razonable e indirectamente, se sentía responsable del setenta y cinco por ciento de las matanzas tribales, raciales y religiosas del mundo entero, además del potencial peligro que significa que casi todos los misiles intercontinentales del primer mundo llevaran cerebros de su propia autoría.
Era por eso, también, que miraba el arma en su mano con expresión vacía y determinada. Y fue por eso que llevó el arma a su sien derecha y apretó el gatillo sin dudar un instante, pulverizando gran parte de su cabeza.
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El estampido resonó como un trueno en el exterior. Muchos, sobresaltados y alarmados, corrían de aquí para allá buscando el origen de la detonación. Las puertas de algunas oficinas se abrían y sus ocupantes mostraban expresiones de curiosidad, alarma y ansiedad. Rápidamente llegó personal de seguridad de la empresa ordenando a los alterados empleados que desalojaran el piso. Rápidamente, solo quedaron los guardias y decidieron inspeccionar oficina por oficina pero no hizo falta, solo una tenía su puerta cerrada. Al entrar en dicho claustro encontraron a quien originó el escándalo.
Aún tenía el arma en su mano, caliente y humeante. De su cabeza solo quedaba algo más que la mitad.
Cuatro fornidos guardias hicieron falta para cargar al robot hasta el desarmadero, cuyo destruido cerebro bio-Fotónico estaba, hasta hacía diez minutos, dotado de las tan famosas cláusulas restrictivas.
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