El rugido de la bestia hizo que algunas de las lámparas estallaran y las de emergencia comenzaran a parpadear, ora bañando, intermitentemente, la habitación de una luz rojiza como la sangre, ora dejándola sumida en total penumbra. Aquel rugido también me dejó sordo y no pude escuchar como mi compañero gritaba de terror ante el acercamiento de la enorme bestia ni pude escucharlo gemir de agonía cuando la bestia se inclinó sobre él, ?que estaba tirado en el suelo, con la espalda contra la pared? y lo levantó por los aires para luego estrellarlo contra una de sus rodillas, quebrándole la columna como si fuera una tabla, pero pude ver como la sangre manaba de su boca como espuma roja ?todo en aquella habitación era rojo a excepción de la piel del monstruo que fluía como el mercurio y que poseía su propia iluminación dorada como el oro? y luego se arrastraba por las comisuras de su boca para caer sobre el suelo de aquella fría y roja habitación. También pude ver como la bestia dejaba en el suelo el cadáver del que por tantos años había sido mi amigo y mentor y luego se arrojaba sobre él para arrancarle la piel a mordiscos. Pude ver cómo a la bestia se le embarraba la barbilla de sangre y como su afilada dentadura subía y bajaba al tiempo que los huesos de mi amigo se quebraban bajo la fuerza de la mordida, vi como arrancaba a tiras, usando sus afiladas garras, la carne de su víctima. Aquella visión era terrorífica y me dejo petrificado e incapaz, siquiera, de levantar las manos para cubrirme los ojos y no tener que ver aquella carnicería.
El monstruo desechó por fin la masa sanguinolenta que antes había sido quien compartiera, en innumerables ocasiones, la cena conmigo y mi familia y quien había sido el padrino mi boda y se acercó a mí mostrándome, ?como si fuera un gallo de pelea? el pecho recubierto por la piel iluminada, que, viéndola así de cerca, era como liquido flotando sobre lo que hubiera debajo. Aquella piel como metal la había analizado en incontables ocasiones y había llegado a la conclusión de que solo aparecía cuando se le infligía dolor y en zonas muy específicas de la piel que había debajo; ahora veía que aparecía en otra situación: cuando la bestia cazaba. Aquella bestia que ahora estaba ante mí era la misma que antes, indefensa, se retorciera del dolor en una camilla, pero no me lo parecía así pues jamás la había visto tan de cerca ni libre de sus ataduras. En el resto del complejo había algunas más de la misma especie que esta y no podía ni pensar en que pasaría si la bestia decidía liberarlas a todas sin estremecerme del terror puesto que aquello era perfectamente plausible; el ser poseía pulgares y era bípedo y emocionalmente inteligente. Además, poseía aquel escudo líquido que le protegía contra el daño y que se activaba, como nuestras endorfinas, al percibir peligro o recibir daño. Nunca habíamos logrado hacer mella en aquella piel a pesar de haberlo intentado con casi todo, pero estos monstruos solo podían mantenerla activa durante algún tiempo; algunos solo unos minutos, algunos días o meses e, incluso, existía un caso documentado de un que logro resistir por más de un año, luego murió por aquel esfuerzo. Hasta el momento no teníamos ninguna pista de porque existía aquella diferencia de capacidad entre unos y otros, pero, cuando realizaron la autopsia al que había resistido por más de un año encontraron un dato fascinante: el cerebro de este monstruo tenía la mitad del tamaño que el de el que solo había resistido un mes y era apenas la cuarta parte de uno de los cerebros de los que habían resistido por apenas un día. Basados en aquello, más estudios demostraron que aquel dato era significativo puesto que la activación de aquella piel de hierro deterioraba las coneciones cerebrales y, a largo plazo, encogía el cerebro significativamente. Aquello quería decir que los más jóvenes podían mantener, durante un mayor plazo de tiempo, activa la piel de hierro, aunque a riesgo de perder la autonomía e inteligencia. Desde aquel día se convirtió en objetivo el desarrollar alguna enzima que detuviera aquel deterioro natural en el cerebro. Algo, sin embargo, dificultaba aquella empresa: la administración de las drogas. No podíamos administrárselas vía intravenosa o activaríamos la piel de hierro, así que los compuestos tenían que ser desarrollados para que fuera posible que la bestia con la que se estuviera experimentando tragara los químicos, muchos de ellos habían muerto cuando la mescolanza de sustancias llegaba a los jugos gástricos, y otros habían muerto cuando la droga comenzaba a hacer efecto e, indeseadamente, detenía las funciones cardiacas o cerebrales.
Varios equipos de científicos trabajábamos en ello cada uno con un de estos seres como víctima, divididos por parejas. Aquel día perdí a mi mentor el hombre que me enseñó por primera vez a una de esas bestias, cuando la droga que administramos aceleró artificialmente el proceso de liberación de dopamina en el cerebro del monstruo y le aceleró el ritmo cardiaco proveyéndole de una fuerza imparable que le permitió librarse de sus ataduras. En aquel momento lo tenía frente a mí y casi pude escuchar como susurraba algo. Digo que casi pues aún retumbaban mis tímpanos por el anterior rugido del monstruo.
Una idea apareció en mi mente, súbita como una estrella fugaz en la oscuridad y no me detuve a contemplar las implicaciones a mi propia salud de la misma. Hui en dirección a la puerta del laboratorio, pero, antes siquiera de alcanzarla el monstruo me cogió de la camiseta y me hizo detenerme en seco. Me quité la camisa roja ?todo era rojo? rompiendo sus botones, aunada mi fuerza por la adrenalina, y abrí la puerta al pasillo donde las luces de emergencia eran aún más rojas. Ya salía, creyéndome a salvo, cuando la bestia cerró la puerta con una de sus manos apresando mi brazo y dejándolo como la única de mis extremidades aún en el laboratorio. Noté como mi carne cedía bajo la presión de la puerta y noté como se separaba y como comenzaba la hemorragia, apenas tuve tiempo para hacer lo que me proponía antes de que mi brazo se separara de mi torso y antes de que el chillido de agonía saliera de mis labios, antes de caer desmayado en el suelo del pasillo de mortuorias luces intermitentes.
-Ya despierta-decía una voz en la oscuridad, en la penumbra de mi mente, dirigiéndose a alguien más.
-¿Eh? ¿Qué?-dije aturdido y sintiendo mis pies entumecidos.
Un hombre mayor entró en la habitación entonces: una sonrisa iluminaba su rostro. Aquella sonrisa casi le hacía parecer un hombre gentil.
-Lo lograste muchacho-dijo.
-¿Qué logré?-en aquel momento no recordaba ni quien era.
-Diste el primer paso: aceleraste el deterioro del cerebro de la bestia, ¿cómo lo hiciste?
Miré en dirección al muñón que antes había sido brazo y mano.
-Inyecté un compuesto que desarrollamos hace poco en mi propio brazo y, cuando la bestia devoró la sangre de mi extremidad, también ingirió el compuesto-confesé.
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