La hora después fue la más dura porque era también la que pasaba más despacio. Ya no quedaba nadie en la sala de espera, ni los médicos rondaban ya el edificio tal vez algún enfermero confuso que regresaba tras tomar otra taza de café. Siguió hojeando el periódico del día antes, sin casi percatarse de lo que en él decía, mientras por las no bien cerradas persianas se colaban unos débiles rayos de sol. Definitivamente, llegó a la conclusión de que allí no tenía nada más que hacer; recogió el sombrero y el paraguas y se dirigió a la entrada principal. Al cruzar la puerta pasó en medio de algunos familiares que aún lloraban la pérdida. Silencioso. Ausente. Callado, como pasa la muerte susurrando mientras estamos tan ocupados intentando comprender el mundo.
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