Desearía estar muerto

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Perdido en mis cavilaciones, lleno, inmerso en profundas reflexiones, creí percibir un último trago de amarga esperanza cuando me señalé un posible escape de mi celda, verdugo de mi alegría que, con profusa ironía, llegué a considerar una mera fantasía, pero no podía declararlo demasiado alto, ni pedir que me ayudasen con mi empresa o que me socorriesen y me echasen una mano. Si, más bien, lo decía y lo esgrimía como última defensa, como escudo contra espada, como flecha disparada desde la lejana lontananza, recibiría los abucheos de mis camaradas y la desaprobación de mi madre y mis hermanas. No, la salida debía tomarla yo en secreto, ocultarme, aguardar y esperar hasta el momento propicio, el momento perfecto.

 

Pues bien, eran las tres de la madrugada, pasada la hora de irse a la cama, cuando abrí los ojos aspaventado momentáneamente por un viejo fantasma que en mis pesadillas rondaba, era mi consciencia que reclamaba piedad y misericordia, decía, un poco de calma. Era, me lo decía la intuición y la razón casi mermada por la locura ilícita y la negrura que me atenazaba, la hora propicia para el último acto, para el último salto al escenario. Charlé con mi locura y con mi amargura y ambas estuvieron de acuerdo con ello: la hora era esta, más cercana a la hora de las brujas que al nacimiento de Cristo y el Espíritu Santo. Había llegado el momento de escapar de mi celda y de reunirme con ella; Clara, era su nombre y yo la amaba casi tanto como me odiaba por no poder complacerla como se merecía, como era justo, justicia en la balanza universal (¿amañada? ¿trucada?) en el espectro plano y colosal.

 

Con este fin, casi el mío y el de mi tormento, (aquello no habría caído en mejor momento ni más en gracia a mi alma) dispuse el pijama que en aquel momento utilizaba tras remplazarlo por atavíos de resaltable elegancia, a los pies de mi cama junto al espejo y al tintero, objetos que yo había arrojado al suelo en un ataque de rabia. Anegado por amarga cólera y cegado por el inevitable estallido en mis oídos de locura innata, recorrí la estancia buscando una soga o alguna droga escondida en la habitación para poner fin a mi misión: me ahogaría en mi saliva pujando por oxígeno para mi cerebro u, otrora, me ahogaría en químicos y drogadicción; solo lo decidiría el destino y la encrucijada, azarosa voluntad de dios, satanás o las huestes de Belial, Bael, Jesus y cuantos más pudiera inventar con mi enfebrecida imaginación. Resultó ser la soga más no la droga la que hallé antes, así que, vestido en traje funerario (pensaba acudir a mi propio entierro en el cementerio), me la amarré al cuello y el otro extremo a una viga alta de mi habitación; ya tensaba la cuerda y me disponía a dar un salto cuando súbitamente se abrió la puerta, era alguien a quien había despertado en aquella interminable noche de marzo o de mayo: el fantasma de mi amada hallada muerta, asesinada, pasada por la espada; el tajo carmesí todavía resplandecía bajo el candelabro como si se lo hubieran hecho hace poco menos que un rato.

Y vi en sus ojos su expresión de desprecio y de desconsuelo, no dijo nada más bien desapareció y me dejo con un único pensamiento dando vueltas en mi cerebro:

 

“Desearía estar muerto”.


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