Érase una vez un niño pobre que caminaba descalzo por el andén de laa estación del ferrocarril, con unas chanclas tan desgastadas que apenas se sostenían en sus pies. Cada paso era un desafío, y al dar una zancada más larga, una de las chanclas se rompió. Resignado, se sentó en un rincón para intentar repararla, pero pronto se dio cuenta de que era inútil. Con un suspiro, levantó la mirada y observó a su alrededor.
No muy lejos, un niño bien vestido lustraba sus relucientes zapatos de charol con un pañuelo. Su ropa impecable y su actitud despreocupada contrastaban con la humilde figura del niño descalzo. Desde el andén, el pequeño observaba al otro con una mezcla de curiosidad y envidia silenciosa.
De repente, el silbido del tren rompió el aire. El convoy se acercaba lentamente por la vía principal, y los viajeros comenzaron a agolparse en el andén. Entre ellos, el niño de los zapatos brillantes recibió una llamada de su padre, que le instaba a no quedarse atrás. Con rapidez, subió las escalerillas del vagón, pero en medio del bullicio perdió uno de sus zapatos, que cayó al suelo con un leve golpe.
El niño rico intentó bajar a recogerlo, pero la multitud apresurada le impedía avanzar. Desde su asiento en el andén, el niño pobre observó la escena con atención. Sin pensarlo dos veces, corrió hacia el zapato y lo recogió, decidido a devolvérselo. Pero, justo en ese momento, el tren empezó a moverse.
El muchacho rico, asomado a la puerta del vagón, extendió la mano con desesperación, intentando alcanzar el zapato que su nuevo amigo le lanzaba. Sin embargo, el tren ganaba velocidad y el calzado cayó de nuevo al suelo.
El niño rico, comprendiendo que no había forma de recuperar su zapato, miró al pequeño con una sonrisa agradecida. Entonces, en un gesto inesperado, tomó el otro zapato y, desde la puertezuela del tren, se lo lanzó con fuerza al niño del andén.
El calzado aterrizó junto a él, y el tren desapareció en la distancia. El niño pobre recogió los zapatos, maravillado. Aquella generosidad inesperada lo llenó de alegría, y mientras se los probaba, no pudo evitar pensar que, a veces, los actos más simples pueden cambiar la vida.
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