No encontraba valor, el valor necesario para dejar aquella vida que le abandonó hacía ya mucho tiempo. Sus bolsillos habían olvidado ya el tacto del dinero, aun así todos los días tenía suficiente para matar unas cuantas neuronas más, ya no le debían quedar demasiadas. Sus dientes lucían un color amarillento, similar al del blanco descolorido de su chándal. Las suelas de sus zapatos a penas se sostenían sin la ayuda de esa maldita tira de celofán que les pegaba cada mañana y separaba su patética existencia del frío suelo. Él nunca trabajó en nada, ¿para qué? se dijo a sí mismo cuando cumplió los dieciséis. El vivía en un mundo diferente al nuestro, un mundo donde todo era alegría, un mundo que al principio tenía un tacto suave. Ahora más bien era negro, negro cómo la sangre que le corría por las venas, infecto y corrosivo cómo la heroína que inyectaba en ellas. Buscaba en aquel líquido negro la entrada a su mundo, este bello mundo que se le escapaba entre los dedos, ese mundo que ya raras veces encontraba. Cerró los ojos para dejar de ver este mundo y perder su vista en la inmensidad del suyo, tumbado sobre aquel colchón sin nadie que se preocupara por él, sin nadie a quien rendirle cuentas. Cerró los ojos, y se perdió en su mundo esperando no volver.
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