Felipe Salcedo se levantó de la cama a la hora usual, 4:00 am. Lo hizo con la misma desmotivación de hace años y golpeó la alarma con la misma monotonía insípida que le ofrecía la vida; como lo hace una ramera experimentada con sus servicios. Desde que perdió el rumbo, ahora se dedicaba a escribir números en pequeños trozos de papel y dárselos a los choferes de los buses para recibir, con suerte, unos cuantos centavos.
Sin embargo, nada de eso cruzaba por su mente mientras se duchaba cabizbajo. Nada parecía nadar ni asomarse en el mar de sus pensamientos. Había en este individuo una pasividad engañosa, era ahora un león viejo, cansado de la vida salvaje que tuvo en sus años liberales.
Felipe desayunaba en silencio, oyendo las noticias en la radio sin escucharlas. Se levantaba, observaba por la ventana si el tiempo le favorecería o no. Esta vez, acorde con sus cálculos y el gris melancólico del cielo, cogió su casaca, se puso el gorro sobre la cabeza y enrumbó al trabajo.
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Doña Dolores era devota solemne del Señor de los Milagros. Esperaba cada octubre con recelo para poder vestirse de morado y asistir a la procesión que tanta alegría le producía. A sus sesenta y cinco años, quizá en el mes morado lograba encontrar el sentido a su vacío existir. Hace diez años ya, se le murió el marido. Fue un paro cardiaco en uno de los maromeros que solían hacer en la intimidad.
Desde entonces, doña Dolores no encontraba a qué aferrarse. La vida no le permitió concebir y lo único que poseía; la única compañía agradable, además de su gata y un par de amigas, era su esposo, don Genaro. Cuando él se fue para bien, la brújula que guiaba su vida también se perdió. Doña Dolores no comió por días y terminó en el hospital. Sobrevivió pero en ese punto se sentía igual que morir.
Era ya el segundo día de octubre y aquella mujer de rizos grises se encontraba frente al espejo, retocando los últimos detalles antes de ir a ver al santo que la salvó del abismo. Dibujaba una ligera sonrisa en su rostro que luego se apagaba rápidamente al recordar que octubre estaba aquí pero se iría pronto y entonces regresarían los tiempos de la desdicha.
Esparcía el polvo parsimoniosamente sobre sus mejillas arrugadas frente al espejo, se colocaba los redondos y brillantes aretes, a pesar del leve temblor de sus manos; y después de santiguarse y despedirse de Mirta, su gata, salía a la calle.
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