CONTROL DEL FUEGO. En miles de años a través de Asia, África y Europa este hecho debe haberse producido en incontables ocasiones y en disimiles lugares.
Esta es una de las leyendas sobre alguna de aquellas ocasiones en alguno de aquellos lugares.
KUBI
Kubi era un Homo Erectus de un lugar que no era África porque África en ningún mapa todavía existía. Pero él no lo sabía y jamás lo sabría.
Y tampoco sabía ni lo sabría que para sus descendientes más lejanos existió hace más de cinco mil siglos porque él vivía su presente y el tema del tiempo poco lo desvelaba y es difícil saber cuánto lo entendía.
Lo que lo intrigaba sobremanera y lo sobrecogía era el fuego que surgía de los cráteres de los volcanes y lo obsesionaban hasta el delirio las incontrolables llamaradas de los incendios de las praderas.
Aparte de la inmensa conmoción emocional que producía en su espíritu la fascinada contemplación de las inflamadas llanuras, para Kubi, el fuego era religión, era misterio, y era obsesión.
El ancestro sagaz observaba muy de lejos el gran fuego que había estallado hacia muchos soles y no se extinguía.
Miraba las llamas aprensivo y asombrado como las miraban todos los animales, incluyendo a los primates de su especie.
¡Pero con mucha mayor curiosidad que cualquiera de ellos!.
La visión del fuego le producía espasmos
y un sentir muy hondo.
Por algo huían el mamut y el tigre dientes de sable, siendo tan poderosos.
Tenía Kubi respeto reverencial por el fuego, pero en todo su cuerpo, en sus venas y en el brillo de sus ojos se expresaban con más fuerza que el miedo, su imaginación y su muy excepcional actitud y aptitud que lo impulsaban de una manera compulsiva y visionaria a interferir en la realidad de su mundo.
Enfrento el homínido sus temblores con vergüenza y sintió algo que jamás había sentido.
Tuvo deseo de dominar el fuego, asirlo, controlarlo. Quería ser el primero en tenerlo. ¡Era el espíritu de Dios!.
Era la fuerza. Y era el poder.
¡El bien y el mal!.
Cada vez que pensaba en las llamas se sonrojaba, sus músculos se tensaban, sus pómulos se elevaban, su respiración era un viento y sus ojos brillaban como el propio fuego.
Era una cosa inasible, llena de fuerza pero el se había propuesto conquistarla…
El joven Homo Erectus se dispuso aprovechar la oportunidad y se encomendó a los espíritus de sus ancestros, que con las ceremonias que correspondían, él había enterrado en sus tumbas.
En un instante de misterio inexplicable levanto el niño peludo los ojos a las nubes y exultante contemplo la Luna y contemplo las estrellas; todo fue presente y pasado ,todo fue tiempo y espacio, todo fue eternidad.
Había en sus labios una leve sonrisa más poderosa que la propia realidad.
Y en un momento irrepetible, único, corrió hacia el borde de las llamas que lo horrorizaban, con los pies cubiertos de cuero y con una bella piedra cóncava extrajo las brasas del afán de sus sueños.
Quedó el niño homínido toda la noche alimentando el fuego con ramas olorosas como las del incienso y las del pino acre, y con madera del álamo y del enhiesto abedul.
El homínido no se movía en su místico éxtasis y el fuego estaba domesticado.
El clan entero estaba inmóvil y rodeaba al nuevo chamán que les enseñaba a expresar con sonidos las emociones y a ponerles nombres a los pájaros, al Sol y a la Luna.
Tendría la tribu su hogar y los durísimos alimentos se podrían cocinar y al calor de las llamas podrían contarse sus leyendas más audaces, del tigre y del león, de los espíritus, de los dioses, de la manada , del lobo y de la hiena, de la muerte y del amor.
Y porque no imaginarlo que al calor de la llama en una cueva del pleistoceno surgieron los más primitivos susurros de un poema de amor.
Cuando apareció el Sol la historia de la humanidad había cambiado.
Flotan en primitivos rituales de vida y de muerte las llamas de las teas en noches serenas.
Solo se retiran los ancestrales brujos con el canto del pájaro…
…¡llega el Sol!...
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