LA MUJER DEL CÓNSUL
Por Teresa Fernández Mingorance
Enviado el 17/03/2016, clasificado en Cuentos
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Las sábanas estaban revueltas. Berta tenía el cabello alborotado y restos de máscara de pestañas reseca. Por las prisas del momento no había podido desmaquillarse. Le gustó la imagen suya que se proyectó en el espejo. Tenía las mejillas ligeramente sonrosadas, el pelo le caía por los hombros. Su pecho turgente mostraba el desgaste sufrido por los besos y las caricias. Sus caderas se habían ensanchado y su sexo todavía permanecía coqueto y travieso, como si estuviera esperando algo más. A sus cuarenta años se encontraba en plena juventud. Estaba renaciendo en ella el volver a arriesgarse, a disfrutar sin límites, a no importarle las consecuencias de los actos prohibidos. Se sentía como cuando tenía treinta años, pero con la experiencia de haber vivido y madurado. El aroma de su perfume seguía impregnado en el ambiente. Aquella noche había vuelto a recuperar su esencia femenina, a volver a sentirse una mujer. Se colocó su ropa interior que siempre llevaba conjuntada, porque una mujer tiene que estar impecable aún en ropa interior. Culottes y sujetador de encaje negro. Se enfundó sus vaqueros pitillos, su camiseta blanca con un estampado de lentejuelas en la parte delantera y sus tacones de Manolo Blahnik. La ropa podía ser asequible, pero sus zapatos siempre de diseño. Una chamarreta de cuero completaba el atuendo. El gloss berenjena le dio el toque de color a unos labios caprichosos y sensuales experimentados en besar de forma lujuriosa. A través de un beso podía accederse al alma de una persona, o esa persona penetrar en la tuya, no hacía falta más. Se podía traspasar el umbral del cuerpo. Y lo que hacía siempre antes de salir, se embadurnaba de perfume, en exceso, a conciencia. En esta ocasión era Poison Girl, de Dior. Le encantaba ese olor. Cogió su maxibolso y cerró la puerta de la habitación tras de sí, pensando en aquel hombre que esa noche la había transportado al paraíso. Su sonrisa la delató. Recorrió el estrecho pasillo con su movimiento de caderas habitual hasta el ascensor y al entrar en el hall las miradas masculinas volvieron la vista hacia ella como siempre ocurría. Era una mujer que no pasaba desapercibida.
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