TU NEGRO CORAZÓN

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Me convertí en aire para atravesar tus labios. Planeé por tus bronquios con alas de cartílago, acercándome a tus pulmones con cada respiro. Pronto fui expulsado por un humo gris contaminante, fracasando en mi primer intento de ingresar en ti.

Me atreví de nuevo; navegué por tus venas en una balsa de hueso. Al rato me perdí y encallé en un tramo seco, donde los glóbulos se acumulaban como arena. Abandoné mi balsa pero no mi búsqueda; estaba dispuesto a encontrar tu corazón.

Me arrastré por tus intestinos podridos, ascendiendo despacio, soportando toda tu mierda. Logré llegar a tu estómago y nadé. Estaba lleno de un caldo tóxico, y mientras nadaba iba chocando con masas pesadas que no distinguía en la oscuridad. Un haz de luz atravesó una úlcera y vi que esas masas eran restos de personas; eran los cadáveres de otros como yo.

Atravesé esa úlcera, esa por la que tanto me culpaste, y salí entonces de tu bolsa infecta. Abrí tu diafragma polvoriento como si fuese el telón de un viejo teatro. Una vez en tu pecho busqué desesperado, mirando a todos lados, pero no pude hallar tu corazón.

Me sentí perdido, como el soldado de plomo de una guerra sin sentido. Regar flores de plástico había sido mi estilo.

Te odié, por haberme mentido, por haber jugado conmigo. Odié a quienes me aconsejaron mal, por haber sido insistentes. Odié a quienes me aconsejaron bien, por no haberme convencido. Desprecié al mundo entero por fallarme de nuevo, y me desprecié a mí; sobre todo a mí.

Decidí no involucrarme otra vez en algo así, decidí que jamás intentaría ingresar en el cuerpo de alguien, en tocar sus entrañas, en llegar a su alma; y en ese momento encontré tu corazón.

El asqueroso órgano parecía haber estado a la vista todo el tiempo, parecía tan expuesto. Era negro, seco y arrugado, ubicado en el centro de tu pecho. Me acerqué a él y lo toqué con las puntas de mis dedos. Latía despacio, consumiendo la energía a su alrededor sin dar nada a cambio. Entonces me di cuenta de que, para poder verlo, mi corazón también necesitó estar muerto.

 

Autor: FEDERICO RIVOLTA


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