La tormenta parte 2

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                                                                     Nada

- ¿Mamá falta mucho? - Preguntó Juancito ni bien tomaron el boulevard hacia norte.

- Más o menos - respondió Silvana.

Ya están a menos de veinte cuadras, si bien el calor sigue siendo insoportable, el sol ha desaparecido visualmente, las nubes que opacaban el horizonte en el alba ya se encargaron de cubrir gran parte del cielo. Desde el zenit hacia el sur y al oeste una gama de grises y azules turquesas crean un paisaje tan pintoresco como siniestro. La “pelota” quedó en el cordón del cantero central, fue imposible elevarla, si bien Juancito lo intentó, su madre lo tomó de su antebrazo justo en el momento de picarla para que suba y lo arrastró hacia el centro del cantero al divisar la gran cantidad de vehículos que se acercaban a alta velocidad.

Ahora van los dos a la par, casi no hablan, casi no, no hablan. Ella camina lento, con la vista fija en la nada, si, en la nada, en esa nada que sólo conocen los que no tienen nada, nada que perder, nada que ganar, nada. Juancito aún desconoce que no hay nada, solo quiere jugar, como si intuiría que a medida que el tiempo vaya transcurriendo queda poco lapso de juego y luego, la nada, si, la nada, la indiferencia, la exclusión, la nada.

- Nada hijo, no falta nada, en la esquina doblamos para allá, caminamos dos cuadras más y llegamos - respondió Silvana ante una nueva insistencia de Juancito.

Cuando faltaban unos cien metros para llegar a la entrada principal de la penitenciaría ya se podían divisar grupos de mujeres agrupadas, en su mayoría con niños pequeños y varios bolsos coloridos. Ni bien llegan Silvana entabla conversación con varias de ellas mientras Juancito absorto mira la inmensidad de la nueva casa de su padre sin pronunciar palabra. Faltan aún veinte minutos para que se abra el enorme portón verde de entrada y mientras Silvana permanece charlando como desde el momento en que llegaron, Juancito sorprendentemente no pregunta nada e improvisa una rayuela con las baldosas rojizas que ubicadas de a cuatro forman rombos que cortan la monotonía gris del resto de la vereda. Así pasan los minutos hasta que a la hora señalada se habilita el ingreso.

-Dale Juancito - le gritó Silvana, y al instante ya estaba a su lado haciendo fila para ingresar.

Luego de la requisa, fueron conducidos a una gran sala de espera donde permanecieron no más de cinco minutos hasta ser llamados por un guardia que exiguamente los acompañó hasta la sala contigua donde sillas enfrentadas a una pared en la cual se abrían varias ventanitas enrejadas eran el frío paisaje contrastante con el cálido mediodía.

Juancito no decía nada, permanecía ahí inmutable, perplejo podría decirse. Silvana, conocedora de la situación lo tomó de la mano y lo llevó consigo a sentarse frente a la ventana con el número dos arriba, del otro lado de la reja, Ramón con su mirada punzante los estaba esperando.

- Hola Juancho - dijo Ramón clavando sus ojos en los de Juancito.

- Hola papi - dijo Juancito.

Luego, varios segundos de silencio hasta que Silvana comenzó a hablar con Ramón. Éste respondía y miraba de lado a Juancito que seguía en silencio y con la mirada perdida.

La conversación entre Silvana y Ramón comenzó a ser fluida y en un momento la aguda voz de Juancito irrumpió:

- ¿Por qué estás acá papá, cuando vas a volver a casa?

Ramón, que se venía preparando desde hace tiempo para la respuesta tuvo que tragar saliva varias veces hasta vencer un nudo en la garganta y con la voz entrecortada le dijo:

-Juancito, papá se portó mal, muy mal, y cuando uno es grande y se porta mal lo traen a vivir acá un tiempo, cuando me dejen salir voy a volver con ustedes- concluyó.

Juancito escuchó con atención y luego lanzó una batería de preguntas que en su mayoría rondaban en torno a la nueva casa de Ramón. Cómo era su pieza, si la compartía con alguien, si tenía patio, cuantas piezas había, etc.

El encuentro no duró más de quince minutos, la mayor parte del tiempo Juancito permaneció pensativo, asombrado, miraba hacia arriba, hacia los costados, a su papá, a su mamá y poca atención prestaba a la nutrida charla que entre ellos mantuvieron. Al despedirse, a Ramón se le hizo imposible impedir que se le descuelguen algunas lágrimas, no a Juancito que seguía como ausente y solo esbozó un < chau papi >, se agarró de la mano izquierda de su madre y a paso lento salió de la sala sin siquiera volver la vista atrás como sí lo hizo Silvana en varias ocasiones al borde del llanto.


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