Juan
La gris vereda con sus rojizos rombos nuevamente ante sus ojos y la caminata de regreso. Juancito vuelve a su rayuela y a los saltos oblicuos llega a la esquina. Silvana unos metros atrás seca sus mejillas y lo llama. Cruzan la calle y doblan hacia la izquierda, ha decidido cambiar el recorrido. Juancito no pregunta nada, cruza de su mano, luego se suelta y corre unos metros porque ha divisado una nueva pelota, esta es naranja, una pequeña esquirla de ladrillo bayo lo invita a un nuevo partido que arranca a la brevedad.
El cielo ahora está totalmente encapotado, el aire permanece irrespirable, caliente y húmedo como desde el alba y una suave brisa del norte es la antesala a la rotación del viento para que se desate el vendaval que desde las primeras horas del día viene mostrando sus garras. Y ahí van los dos, cada uno en su mundo, Juancito y su partido con la flamante pelota, Silvana y su partida, esa partida que comienza con cada nuevo día y se le pone cada vez más difícil, cuesta arriba, sola con sus niños, sus temores, con la miseria y la indiferencia como patrones de juego. Pero hay que seguir se dice para sí misma, hay que seguir, y le reza a la virgen de Luján, madre de los humildes, sin perder las esperanzas de ser escuchada en sus ruegos por poder salir de las entrañas de la oscuridad.
La brisa tenue del norte se detuvo, las calles están vacías a pesar de no ser más de las dos y media de la tarde. Evidentemente todos han ido en busca de algún refugio ante la inminente tormenta. Silvana mira al cielo, acelera un poco la marcha para alcanzar a Juancito, lo toma del brazo, y comienzan juntos a caminar rápidamente con la idea de llegar a la casa con antelación al meteoro que parece a punto de comenzar.
Juancito se apura y pierde la segunda pelota del día, ante los dichos de su madre mira hacia el cielo y entra en pánico, aprieta la mano de su mamá y piensa en llegar lo antes posible a refugiarse.
- ¿No podemos volver con papá? - pregunta Juancito
- No Juancito - le dice Silvana y acelera aún más la marcha. Faltarán todavía unas diez cuadras para llegar y la tormenta ya se huele. Deben llegar lo antes posible a su rancho clavado en el centro de la barriada, ese lugar donde todo es marrón y gris, el césped no crece, no vuelan mariposas ni los pájaros trinan.
Cuando llegan al pasillo por el que deben transitar unos cien metros hasta llegar a su precaria vivienda el viento ya era una tromba insoslayable. A duras penas llegaron a buscar a las niñas y se metieron en su rancho.
No pasaron más que algunos segundos cuando las primeras gotas comenzaron a caer, primero de a poco como pidiendo permiso para luego convertirse en un verdadero diluvio que transformó el reducido espacio en que se encontraban las seis almas aterrorizadas en una especie de pantano techado en el cual se hacía imposible oír otra cosa más que el estruendo feroz que genera el golpe de gigantes gotas acompañadas de granizo sobre las chapas.
Pasados varios minutos la tormenta no aminoraba en absoluto y la situación dentro del rancho se ponía cada vez más dramática .Si bien no hubo que soportar la voladura de ninguna chapa, los agujeros de las mismas hacían que el agua cayese en varios sectores del pequeño y miserable alojamiento. Juancito en un rincón tomado de la mano de la mayor de sus hermanitas miraba el techo y permanecía quieto, no así la nena que si bien estaba tomada de su mano lloraba desconsoladamente e intentaba soltarse para ir hacia su mamá. Silvana se encontraba a unos pocos metros con la menor de sus niñas alzada y tratando de convencer a las restantes para que se quedaran acostadas sobre la pequeña camita, que pegada a una de las chapas del contorno de la vivienda no padecía la caída de agua desde el techo. Tuvieron que pasar no menos de veinte minutos para que la incesante caída de lluvia acompañada de ráfagas de viento comenzara a menguar. Si bien el aguacero se prolongó durante varias horas, ya no siguió con la furia con la que había comenzado y de a poco el pánico reinante fue desapareciendo para transformarse en la angustiante situación de verse inmersos hasta los tobillos en el barro.
Lo que más le preocupaba a Silvana eran los colchones, logró correr algunos a los rincones donde no caía agua, pero la práctica no tuvo el éxito deseado y varios quedaron bastante húmedos. Con el correr de la tarde Silvana fue intentado mejorar un poco la situación. Las niñas todas arriba de un colchón que quedó seco se dedicaron a jugar con sus muñequitas mientras ella junto a Juancito trató de poner un poco de orden para poder pasar la noche lo mejor posible.
Juancito es un niño, un niño que está creciendo, ha tenido un día agotador, cargado de emociones que seguramente estarán impregnándose en algún punto de su ser y que junto a todas las vivencias pasadas y por venir harán en pocos años que pase a ser Juan. Pero para eso falta, hoy es Juancito y ya es noche cerrada en la ciudad. Aún caen algunas gotas de esas que denotan el final de la tormenta, la intensidad con la que se descuelgan del cielo hacen que el sonido que generan al estrellarse contra la chapa ya no sea aterrador e inviten a pesar de todo a conciliar el sueño.
Ya se durmieron todos, o por lo menos eso le parece a Juancito que en una vigilia que parece no acabar mira hacia el techo, luego a su alrededor y divisa las siluetas de sus hermanas y de su madre iluminadas por la tenue luz de una vela que luego de adherir a un plato Silvana puso sobre una silla de madera.
- Mamá - exclama Juancito, Silvana no responde.
-Mamá- una vez más.
-¿Qué? - pregunta Silvana a regañadientes.
- No nada - dice Juancito, que mira otra vez hacia el techo justo en el momento en que la vela llega a su fin y la penumbra se transforma en oscuridad total.
Reas
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