Introducción: El esperpéntico Jeremy Stuart
Por Sylvia
Enviado el 21/03/2016, clasificado en Ciencia ficción
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Hay muchas maneras de morir y no necesariamente se centra en la física. Cuando dejas que el mundo decida por ti, que tu entorno dictamine tus pasos, cuando uno no se cuestiona qué sucede a su alrededor y permite que todo continúe hacia delante, resignado y sin ánimos para combatir contra las fuerzas de los designios de la vida, es cuando, de manera definitiva, estás muerto en vida.
Es duro e hiriente, pero solo expreso una verdad que muchos acallan dentro de su ser por miedo a la reacción del resto de la sociedad: de los amigos, la familia, de aquella mujer que te guiña un ojo con una copa en la mano en un bar… ¿Cómo confesarles que estaba podrido por dentro y que el estado de mi demencia era superior a cualquier otro ser humano con el que me topara por la calle? Imposible. Era un inadaptado, yo, Jeremy Stuart, un maldito ido de la cabeza ya convencido de que acabaría para el resto de mi vida solo. Lejos de cualquier redención o perdón, me había pasado la mitad de mi vida, si no más, mintiendo y jugándosela a todo aquel que me dejase, y al que no, con dos tiros en la nuca tenía más que suficiente para que se rindiera a mis pies y me alzara como victorioso.
Así era yo, simple, llano, con un sentido de la justicia poco ortodoxo, el que comía con desgana la comida china que acababa de comprar en un restaurante asiático, regentado, paradójicamente por un matrimonio turco muy bien avenido. Özlem, mujer de corta estatura, cabello castaño oscuro recogido siempre con una gran pinza y de sonrisa contagiosa, era verme por la calle y detenerme para preguntarme cómo me iba la vida. Era una muchacha encantadora, vivaracha y de gran corazón, y por mejor que me cayera, lamentablemente y por su seguridad, debía mentir como un bellaco. Siempre me la encontraba en el restaurante o por el barrio, ya fuera con sus dos niños, de cinco y ocho años, o sin ellos, pues iban a un colegio cercano, su marido, Umut, además de ayudarla con el establecimiento, trabajaba como repartidor de un supermercado, cuyo nombre había olvidado por completo, por más que me lo recordaran.
Noté algo extraño en la lengua, había algo entre los fideos y el brócoli troceado. Entre una mueca de asco, intenté quitarme lo que fuera que se había colado en la comida con los dedos: era un largo y oscuro pelo de mujer. Eggs, protesté, y llevé la mano directa a la lata de la cerveza más barata, y evidentemente, más asquerosa del mercado, para que la comida masticada descendiera por la garganta. Encendí el televisor que tras unas interferencias la pantalla se apagó sin solución, a aquello le continuó las tres bombillas que desnudas colgaban de un techo lleno de humedades y grietas, y todos los electrodomésticos –vale, sí, solo la vitrocerámica y el microondas–. Su color blanco ya hacia años que se había transformado en uno amarillento, con manchas de grasa y suciedad por doquier.
Sentado en el sofá que meses atrás había recogido de la calle, delante de una improvisada mesa construida a base de un palé y cuatro palos de madera que lo sujetaban, que había sacado de extranjis un colega de la fábrica donde trabajaba, la oscuridad invadió cada rincón de aquella estancia, que tanto usaba de comedor, cocina como de dormitorio, con un viejo colchón en una esquina. Me llevé las manos a la cabeza cuando recordé qué narices había pasado.
–Me han cortado la luz –Caí en la cuenta, maldiciendo a mi mala cabeza– Joder.
No había domiciliado la factura. Vivir al margen de la ley era excitante, sin lugar a dudas, a los veinte o veinticinco años, pero rozando los treinta y siete como yo podía considerarse algo incluso patético. Dejé los palillos encima de una mesa que al mínimo despiste se le saltaban astillas y se me clavaban en la planta de los pies cuando andaba desnudo y recé por que el teléfono móvil tuviera el saldo suficiente y llamar a mi abogado, y primo, Joe, aunque lejano. Mejor así. Aún con el sabor de la salsa dulce y espesa de aquellos tallarines con pollo, zanahoria y extra de brócoli, el cortito, pero cerebrín, de Joe, a quien sus padres le habían podido costear la carrera de derecho para que el chaval lo único que aprendiera fuera a jugar a póker en la cafetería de la facultad.
Estaba hasta las narices de mí, y no me extrañaba, ya le había provocado suficientes dolores de cabeza con el juicio para querer volver a oír mi voz, pero en aquellos tiempos era tal mi desesperación que estaba dispuesto, una vez más, a confiar mi presente y mi futuro al dientes conejo de señor Mill. Recuerdo que de pequeño no hacía otra cosa que burlarme de la fealdad de su rostro, tenía una gran imaginación a la hora de inventar motes, y Joe era un blanco extremadamente fácil. Y lo paradójico de la historia era que el niño rata del instituto había logrado algo que yo veía imposible e inviable: una familia.
Relajé la espalda en el respaldo de la silla y esperé a que Joe me mandara a tomar por culo.
–No puede ser –pronunció entre sorprendido y altamente asqueado al cuarto toque de llamada–. ¿Otra vez tú, Stuart? Estoy por esconderme en una cueva para no saber más de ti.
–Me rompes el corazón, primo –contesté irónico–. Te estuve esperando con una pancarta y un gran pastel de chocolate a mi salida de aquel agujero pestilente que llaman cárcel.
–Es el lugar al que van sujetos como tú, Jeremy –razonó–. ¡Por amor bendito, Stuart, atracaste a una anciana!
Otra vez con la misma cantinela. Estaba cansado de tener que narrar siempre lo mismo.
–En mi defensa diré que estaba en mejor forma que tú y que yo juntos.
(Continuará)
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