Danza de seducción

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Sus movimientos eran como poesía entonada al aire, cada uno de sus gestos, de sus pasos, de sus saltos, y las caricias que regalaba con soltura y generosidad. Con el torso desnudo, lo único que impedía su desnudez eran los ajustados mallas color carne de licra, que debían facilitar su baile. Una amiga me había invitado al ballet, sentadas en el gallinero, mis ojos fueron bendecidos con la sensualidad que desprendía en cada giro. Flexionaba y tensaba cada músculo de un cuerpo tan elástico que convertía lo que para mí era imposible en realizable. Con el pecho descubierto, agitado y sudor empapado en su piel, notaba la agitación de su respiración, el torrente sanguíneo de sus venas y los latidos raudos de su corazón.

Era un animal, un ser diseñado para dotar a este mundo de belleza y sexualidad. Desde las distancias veía las gotas de sudor precipitándose de unos finos y oscuros cabellos enredados y desordenados que le enturbiaban la mirada y lo configuraban aún más hermoso de lo que ya era. Permanecí hechizada los minutos que, al son de la melodía de un simple violín y el piano, seguía cada ritmo, traducía cada nota en un movimiento atrevido, ardiente y radiante.

Con los ojos como platos, al borde del llanto de la catarsis que aquel conjunto de arte afectaba a mi estado emocional, Teresa reclamó mi atención con un leve codazo, de su bolso sacó un pañuelo florido de tela y me lo tendió.

–Hermoso, ¿cierto? Phillip es esplendoroso –Cuando oí aquel nombre de sus labios se me antojó exótico.

–¿Phillip? –Repetí en un intento por que añadiera más información sobre él.

Del bolsillo de la chaqueta, sacó el tríptico promocional: salía un esbelto y bien cincelado cuerpo masculino en medio de un salto en un escenario, con las letras «El gran Phillip por fin en la ciudad». No lo sabía, pero Teresa, una gran amante de la música clásica y el ballet, había seguido atenta su recorrido desde sus inicios en un humilde pueblo al norte de Inglaterra, y la suerte hizo que tras unos años escribiendo sobre él en el periódico local, llegaran a convertirse en grandes amigos.

Le sonreí con una mezcla de celos y envidia sana, volví mi mirada hacia él, quien emocionada saludaba al público con un ramo de rosas en los brazos de alguna admiradora y me enamoré de aquella mirada: tan llena de vida y luz, tan sincera y hermosa. No pude evitarlo, era superior a mis fuerzas.

–Voy al camerino a saludarlo, ¿vienes? –Me invitó, ya levantándose de la silla para desplazarse entre el entregado público que vociferaba elogios y alabanzas al trío que había compuesto el espectáculo.

Recogí la chaqueta a mis pies y me restregué las manos sudorosas en la falda marrón que vestía. Me sentí un poco fuera de lugar al lado de Teresa, que vestía ceñida y atrevida. A su lado, parecía que tuviera veinte años más. Mi amiga aquella noche no tenía a los niños. Tras el divorcio, habían acordado la custodia compartida y aquella semana le tocaba a su ex pareja. En ausencia de los tres pequeños, aprovechaba para recordarse que aún seguía siendo joven y para recuperar el tiempo perdido en un matrimonio de casi quince años. Admiraba el coraje con el que se había decidido a encarar la vida, una característica que yo todavía no había desarrollado del todo. 

La seguí entre el gentío por los extremos del teatro municipal, nos colamos por una puerta custodiada por la seguridad gracias a su acreditación como periodista, y decidida, acostumbrada ya a desenvolverse en lugares similares, avanzó por los pasillos hasta detenerse ante una puerta acristalada por solo la cara exterior. Picó con los nudillos y aferré con fuerza la publicidad en la que salía su cuerpo semi desnudo en medio de una danza, inspiré con profundidad y tras un «adelante», la puerta se abrió.

El corazón se me detuvo y un fuerte olor a champú de frutas del bosque invadió mis fosas nasales. 

–¿Estás bien? –me preguntó el hombre con un marcado acento inglés. Me atrapó del brazo, temiendo que en un golpe de calor –o de otras características– desfalleciera. 

Con el corazón en un puño no pude evitar retratar en mi mente su cuerpo húmedo y medio desnudo solo protegido por una fina y pequeña toalla blanca del cuarto de baño. Su cabello revuelto y a medio aclarar, le habíamos interrumpido en la ducha. La palidez innata de su piel resaltaba los pequeños pero visibles lunares repartidos por todos los pectorales altamente desarrollados por el deporte. Sus ojos se cruzaron con los míos en los segundos que me ayudó a reincorporarme y recuperar la cordura: eran de un verde diamante difíciles de olvidar.

–Gracias –agradecí. Y nos invitó a que pasáramos a su camerino, que desordenado como una leonera, había toda clase de ropa masculina repartida tanto por las sillas como por el sofá que había apartado a un lado de la pared.

Se disculpó por presenciar su desastroso concepto de organización y tras intercambiar unas palabras con Teresa, sonó la melodía de un teléfono móvil, el de mi amiga: uno de los niños estaba con fiebre en el hospital por lo que con premura nos dejó allí, a ambos, solos.

Noté la mano de Phillip sobre mi hombro derecho, cómo la cerraba como una garra que no quiere soltar a su presa. Perpleja, me volteé y en aquel instante el hombre me arrancó los botones de la camisa granate que vestía, destripando la tela en un ataque lleno de pasión. Con un dedo, trazó un recorrido desde mi cuello hasta el canalillo de mis senos. Mi respiración se agitó y aún más al sentirme analizada por los inquisidores ojos del hombre que no apartaba la mirada de mis malogrados pechos resultado de dos embarazos.

Había tratado de lucir con orgullo mis recién estrenados cuarenta, pero ante la perfección de la anatomía de un varón quince años menor, era imposible disimular las señales de la edad en la piel.

–Eres tan hermosa –susurró, lamiéndose los labios y agarrándome de los cabellos hacia atrás para deshacerme el moño que con tanto esmero había sujetado firme. Al sentir la excitación de sus palabras, los pezones se me endurecieron, marcándose debajo de la tela, algo que no le pasó desprevenido a Phillip.

Se acomodó entre mis senos y dirigió la atención de sus labios, su lengua y sus dientes a la evidente reacción de mi cuerpo al exótico y cautivador aroma que desprendía su piel. Cuando sus dientes rozaron la carne dura solté un tímido jadeo entre profundos suspiros y mi parte primitiva ordenó a mi mano que se dirigiera a mi vagina en un intento por controlar las palpitaciones que sentía en su interior. A cada lamida y a cada mordisco me humedecía más y más. Sin poder disimular el creciente ardor y excitación de mi sexo, me aferré a los músculos de su espalda y sentí su lánguida y gruesa erección elevándose debajo de la tela.

Continuará 

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