Manolo era un alma que perdía la perfecta conjugación del verbo “estar” con la mente, por ello iba siempre al unísono con la máquina que le marcaba el rumbo.
“Maolillo”, para todo el mundo de su entorno mañanero de un café caliente en la terraza bullanguera junto a su casa.
Manolo se encabritaba hacia el gracioso de turno que ríe de gozo al intentar arrebatarle el haz de cuerdas organizada bajo su brazo que no emite señal de vida, porque no es el brazo compañero del cuerpo, sino “el brazo” obediente en mansedumbre
Manolo flotando feliz, apeteciéndole migajas de dulzura que él no sabe colocar en la justa casilla de lo auténtico, o por simple entretenimiento del que no sabe qué va a hacer hoy para no aburrirse. Pero siempre hay otros seres que gustan de darse satisfacciones aunque solo sea a costa de infelices como el “Maolillo”, que se lo espera, por muy difícil y enrevesado que parezca viniendo de él.
-¡Anda… sube, pero que sea la última vez! El autobús no puede parar cada vez que te pongas en medio de la acera-. Una vez sentado con una corrección inusual en algunas personas, sonríe mirando en todas direcciones, saludando a diestro y siniestro, pero en cuanto oye la voz amiga agacha la cabeza y solo la alza sonriendo tímidamente como si recordara que vive para algo más que salir a la calle buscando sorpresa, tesoros escondidos, como el autobús que aparece de cuando en cuando concediéndole un paseíto, cortito, pero paseíto al fin, sabiéndole a la infantil excursión que nunca supo qué era eso del jolgorio infantil.
Manolo para mis interrogantes era un sentimiento sin contaminar, diáfano. La nebulosa de sus pesares se me antojan el instinto primate aguardando la regresión de los signos causando respeto ante el aullido aterrador que puede provocar el aburrimiento del que todo le parece lineal cuando intenta “arrebatarle” al amigo que nunca le falla: el rollo de cuerda dispuesta siempre a ser desenrollada y vuelta otra vez a ser enrollada sin aburrimiento ni esperas.
Manolo, entre desatar a su amiga la cuerda, de repente la escurridiza mano le va ahuecando el cuello de la camisa siempre limpia, pulcra, como debe ser él por dentro; siendo una más de su característica e inquieta ansiedad mientras da zancadas de un lado a otro como si esperase al descerebrado de turno despertándolo de su letargo, como si él deseara ese parón de sus zancadas pidiéndole a voces “hasta cuándo me vas a tener de acá para allá”. En cuanto aparece los que le alborotan el alma añorando emociones, se dispone a hacer frente al altercado, reforzando el estado de alerta, apretando el manojo de cuerdas defendiéndola del agresor. Pero como siempre sonríe… ante el ataque: “Maolillo… a “ve”, ¿qué “lleva” ahí?”. Y las voces se oyen desde todos los rincones, por muy escondidos que estemos. Y no nos alborotamos al ser el pan nuestro de un día sí y al otro… pues tal vez.
De lo que si estoy casi segura, y lo firmaría si me lo propusieran, es de que allá en el cielo le esperarán coros de ángeles y arcángeles, puesto que ellos si que saben cuales son los dolores espirituales del alma, ya que el cuerpo de “Maolillo” cumpliría su… suplicio. Honor y gloria tendrá en los altares redondeándole el horizonte de una celeste lucidez.
Dicen, dicen, que detrás de un hombre hay siempre una gran mujer; puede que sea un tópico exagerado, pero lo si es cierto por comprobado, que junto a él estaba siempre su madre; alerta y precisa, aceptando el destino que la eseraba el día a día de puertas para dentro.
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