La última carta (PARTE I)

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La última carta

Francia, Paris.

La ciudad de Paris. Una calle bañada por la niebla y un museo ardiendo. Estaba solo en medio de la ciudad del Senna. Calles empedradas en la madrugada brillan por el naranja de las farolas. Se vislumbran sombras negras, pues la niebla juega entre las formas. Y no acabo de entender lo que veo. Me caigo desplomado al suelo. Alguien me ha golpeado en la cabeza y lo último que recuerdo son sus pasos corriendo, alejándose. Con la cabeza recostada en sangre y ojos secos, veo la Torre Eiffel ardiendo. ¡De fondo suena melodía Jazz!

Barcelona, 16:00 pm

Desperté.  Estaba en una habitación lúgubre. En una Barcelona triste por la falta de empleo y la precariedad. Estaba en casa sin saber cómo había llegado. Por aquel entonces yo estaba desangelado. Sonaba mi antiguo despertador con la emisora de RN3 en la que solía hacer radio años atrás. Antes del incidente. Apague la melodía y me quede despierto mirando hacia la puerta. -Hoy es el día-me dije-.

Me incorporé lentamente y abrí la ventana. Luego, me senté postrado en mi cama desecha y sucia. Ya nada importaba. No tenía horario, comía a deshoras y en fin. Ya nadie sabía mucho de mí. Decidí llevar la carga a mi manera. Sin molestar. El sol, que entraba por la ventana, me calentaba la espalda desnuda y fue entonces cuando decidí abrir el portátil. Sin pensarlo demasiado, y sin dejar que mis neuronas recuperaran su baremo por la noche pasada, me encendí un cigarrillo y empecé a escribir una carta. Pasé varias horas delante de una pantalla en blanco sin saber cómo empezar. Querida Elisabeth…-empecé-.

Por aquel entonces había publicado mi primera novela. Siempre he sido famoso por internet. La gente del mundillo me suele reconocer. Empecé con un simple blog en la red con trece años. Explicaba historias inventadas de profesores y  habladurías acerca de como nos escondíamos en los lavabos cuando sonaba la campana. El timbre ensordecedor indicaba, soberanamente, la vuelta de los chiquillos a clase. Nosotros, nos quedábamos allí, escondidos, con la adrenalina por las nubes. Éramos unos chavales imbéciles la verdad

El libro fue un éxito, direccioné mi carrera literaria a los relatos cortos y luego a novelas juveniles con bastante sexo explícito, alcohol y drogas, he de añadir. Me solían decir que tenía un nivel mucho más alto como para perder el tiempo escribiendo esos tontos tomos para adolescentes.

En realidad, solo pensaba en sacar partido a mi supuesto talento y ganar dinero. –No has madurado mucho desde el instituto- solía decirme mi novia, Elisabeth-. –Pero me gustas así-. Solía endulzarme. Me encantaba cuando me lo decía, con ese tono. A decir verdad, ella había sido lo único que me había mantenido fuera de las calles. Ella era, aunque suene a tópico, mi ángel de la guarda.

Más tarde, después de reflexionar acerca de mi pasado, me incorporé y me levanté de la cama. Abrí la puerta y me dirigí al salón, donde, me encontré todo desordenado en la penumbra. Era tarde. El tiempo invernal es así. Los días en mi rutina no lucían muy bien con el sol. Nos entendíamos mejor con horarios diferentes y, como todos los buenos días que me acontecían últimamente, despedí los últimos rayos de luz que se escondían entre los edificios ladrillados y la sutil neblina de contaminación que bañaba las colinas del Raval. Después, contemple el pequeño sofá; emergiendo entre la sombra clamando por mi lugar, me senté y encendí la mitad del cigarrillo que descansaba sobre el borde del cenicero. Mientras el fuego arrasaba la punta y absorbía el humo, me di cuenta de que aquello no era propiamente tabaco, era el rastro de mi lamento. Allí tumbado, entre ruido de tráfico y una ligera melodía “blues” proveniente de la calle. Comencé a desdibujarme y a ensoñar.

Jugando entre las butacas acolchadas se reflejaban láseres en el humo provenientes del teatro. Había un peculiar ambiente de fiesta en París. Entre pijos refinados y cigarrillos de Gardel nos encontrábamos Elisabeth y yo. Aguardando lo que sería la gran presentación de mí novela.

-Cariño, este lugar es muy delirante, mira ese señor con el sombrero ¿se cree que aún estamos en la belle epoque de la década de los veinte? Estoy cansado de la gente estancada en el pasado. Lo mejor de aquella época eran las películas porno y míralos ahora. Estábamos sentados, Elisabeth y yo. Contemplando la noche parisina desde alguna mesa en un famoso cabaret del barrio bohemio de Montmartre.

- No seas así, tenemos que ser educados, mira como nos están mirando esa pareja-     ubicando con la mirada la mesa de las trece-. 

- No es culpa mía que tenga un público tan estúpido. Francamente hay que ser algo especial para pagar por mis libros y, a decir verdad, nos están subvencionando la cena y el espectáculo.

Fue entonces cuando la gala dio comienzo sobre el gran escenario logrado a base de tiras rojas de tela y adornos minimalistas. Un hombre con el traje oportuno se detuvo en frente del micrófono para relatar el discurso de presentación que daría paso a mi entrada. –Un montón de periodistas buscarán saber historias relacionadas con mis libros- murmuré hacia a mis adentros. Nunca ha aceptado que mis libros fuesen ciertamente autobiográficos. Y respeto a ese maldito discurso –Al fin y al cabo, si algo se me daba bien era escribir, y solo tenía que leer-.

Fue un éxito, me deje llevar por mi famoso carisma y la muchedumbre clamó en un aplauso atronador. Al fin la maldita gala había terminado y tenía toda la noche para pasarla junto a mi querida Elisabeth. Salimos por el gran porticón. Entre cámaras, flases y algún que otro autógrafo para alguna alma perdida, cogimos un taxi dirección Montparnasse. Había que descubrir los placeres de la ciudad del glamour así que, -vamos a emborracharnos- dije-.


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