La planta

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Existen pocas razones que puedan desprender sonrisas de mi rostro el día de hoy. Primer día de clases. Es el verano más intenso que he vivido y el sol brilla alto y fuerte; el calor, obviamente, calienta y derrite; y aquí me encuentro yo, en medio de la fila para abordar el bus. Afortunadamente, este no se encuentra lleno. Asientos libres, sombra y escudo contra el sol, mas no contra el calor.

No tengo mejor remedio en estos casos que desconectarme de este mundo en hervor. Solo basta con colocarme los audífonos y presionar un botón para que todo lo demás se convierta en lejano y ajeno. Sin embargo, repentinamente algo capta mi atención. Se trata de un hombre mayor, casi anciano, por lo que denotan su pronta calvicie y sus canas; y al lado, una mujer joven, probablemente de unos veinte años. ¿Qué es lo que capta mi atención? La mirada fija e insistente del anciano a la joven. Sin poder oír lo que le dice, ya sé de sobra de qué trata esto. Es un típico caso de soledad senil. El anciano ha de sentirse solo, aburrido de los constantes viajes en bus, cansado del calor, harto de los chequeos médicos y la vida monótona que lleva, y por fortuna; encuentra la compañía de una joven que por la inexpresividad de su cuerpo de espaldas, parece más querer cortar la conversación que avivarla.

En su lugar, yo me hubiera cambiado de asiento. Es un acto drástico que podría ser tomado como descortés, pero prefiero que un desconocido me tome por maleducado a tener que escuchar una sarta de historias que no me interesan en lo más mínimo. El anciano aleja la mirada unos segundos, observa por la ventana, quizá escudriñando algún tema de conversación en el paisaje y nuevamente regresa al ataque. Vocifera unas cuantas palabras, esboza una sonrisa y espera atento la respuesta de la joven, quien inerte, sin mover la cabeza para nada, responde.

A estas alturas, el anciano ya debería haberse dado por vencido, es bastante obvio desde mi cercana posición que la mujer no quiere conversar más. Entonces comienzo a sospechar que el anciano podría tener alguna clase de perversión pasiva. Su insistencia por no cortar la comunicación lo delata. Solo es necesario cruzar unas cuantas miradas, un poco de contacto físico casual o incluso solo verla mover los labios para que este anciano tenga qué recordar en la soledad de sus noches. Sin embargo, hay algo que quiebra mi teoría. El anciano no baja la mirada en la espera de la respuesta de la joven. Ninguna mirada fugaz a los senos, ningún escaneo rápido a las piernas. Se mantiene concentrado en su rostro, una característica un tanto inusual en los pervertidos de esa calaña.

Quizá simplemente sea un anciano amante de la tertulia y la comunicación que se perdió en la era de la globalización. O quizá la joven esté disfrutando de la conversación tanto como él, a pesar de la escasa expresividad de su cuerpo. Cual sea el punto, no es lo suficientemente importante como para detener la música y escuchar de lo que hablan.

Unos minutos más tarde, el anciano hace lo que todo anciano. Se queda dormido sentado. Al parecer la joven hace lo mismo, porque su cabeza antes inerte ahora muestra movimientos sincronizados con los del abuelo y el movimiento del bus. Y de pronto, algo inesperado sucede. La joven despierta de golpe, observa a ambos lados y luego acomoda lentamente su cabeza en el hombro del anciano, desmoronando así todas mis teorías.

Impactado por la imagen, no me queda otra alternativa que aceptar mi derrota y aceptar también el hecho de que una vez más, la realidad no siempre es la que vemos con los ojos. La joven mujer al lado del adulto mayor representa una de las imágenes más tiernas y puras en estos tiempos de desdicha y desunión. Es simplemente el recuadro de un abuelo y su nieta en un paseo matutino.


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