El Piru y su padre

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Alfredo, El Piru, era el pequeño de tres hermanos. El tardío, o el despiste que se decía en los 80. El padre, Antonio; hombre metódico y trabajador, hijo de la posguerra, descendiente de los que perdieron en el 39, cultivado a sí mismo, de estudios nocturnos pasados los 25, autodidacta insaciable, curioso; la necesidad había forjado en él un carácter tozudo, constante, imparable; ambicioso trabajador, noble y leal a su amo, siempre fiel. Con esas convicciones había madurado y formado una familia, de la nada llegó a un buen puesto en una buena empresa. Satisfecho por el fruto de sus desvelos y queriendo educar con el ejemplo, el tema de conversación durante las cenas familiares era recurrente, con frecuencia les insistía:

- Hay que estudiar para el futuro. Siempre preparado para encontrar un buen trabajo. Yo empecé de cero, estudié ya casado por las noches después de acostaros. He sacrificado mucho por aseguraros un porvenir. Apenas os he visto crecer intentando traer el bienestar a esta casa. Y ahí sigo, trabajando y estudiando muy duro, esperando esa oportunidad que tarde o temprano llegará. -pausa, sorbo del vaso, mirada alta, y continuaba con voz solemne sus razonamientos. - El trabajo siempre da su recompensa; al que trabaja, nunca le falta trabajo. Puede parecer que no lo ven, pero el dueño se da cuenta, y a la corta o a la larga, eso, se nota. Así que no quiero vagos en esta casa, siempre trabajando, preparando el futuro.

Los mayores ya estaban en la universidad estudiando lo que su padre les había programado meticulosamente desde poco después de nacer, no les había preguntado, el mayor arquitectura y el mediano derecho.

- Cuando me asciendan te encargaré que me hagas el chalet en el pueblo. -le decía al mayor.

- Siempre viene bien tener un abogado en la familia, que nunca se sabe lo que puede pasar.

Antonio tenía todo cuadriculado, El Piru comenzaría Medicina al acabar sus hermanos los estudios y comenzar a ganarse el sustento, no había suficiente dinero para tener a los tres estudiando carreras al mismo tiempo, pero si no fallaban los mayores, el pequeño podría ser médico, y hacer especialidad y sacar una plaza de cardiólogo o neurocirujano en Madrid o Barcelona. El Piru era el más inteligente de los tres y a pesar de que nunca lo decía sabía que con constancia y su apoyo económico podía aspirar a lo más alto.

Antonio trabajaba mañana, tarde y noche, y si no, estaba pensando en el trabajo, o estudiando temas de empresa afines a su actividad. Vivía en su mundo, siempre pensando en la tan añorada recompensa de un ascenso que reconociera públicamente su dedicación absoluta de los últimos 20 años; pocos momentos de ocio había tenido para compartir con su familia, su rol autoimpuesto era el de generar ingresos, cuantos más mejor, para dar a sus hijos las oportunidades que él no tuvo.

Y así fueron pasando los años, pero en un momento dado, la madre del Piru algo intuyó, Antonio llevaba dos semanas demasiado silencioso, cabizbajo, triste, evitando quedarse a solas con ella, evadiéndole la mirada. Una noche, a la hora de la cena, Antonio, mirando su plato, sin levantar la cabeza y con voz grave, le comunicó a su familia:

- Van a poner a un nuevo Director de la planta.

Si el tono hubiese sido otro El Piru, o su madre, o sus hermanos le hubiesen preguntado con cara de satisfacción que cuando hacían oficial su ascenso, pero cómo lo había dicho no presagiaba ninguna buena noticia, al menos para el padre.

- Hace unas semanas, Don Julián me dijo que habíamos crecido muchísimo, que necesitábamos un Jefe que coordinase todas las secciones, un capitán experto para dirigir con firmeza el rumbo de la nave cuando cambie el viento y el mar se ponga duro. Pensaba que me estaba comunicando mi ascenso, mi boleto para una jubilación sin apreturas, para una casa en el pueblo, para vuestros estudios.

Calló, seguía mirando su plato, le ardía la garganta, tomó un sorbo de agua para hacer tiempo y continuó:

- Don Julián ya había decidido la persona que ocuparía el nuevo puesto de Director de Planta, es su hijo. - y alzó la mirada, y alzó la voz- Sí, su hijo, ese que no acabó el bachillerato, el que se metía en líos constantemente, al que mandó al extranjero para que nadie lo viese y evitar la vergüenza de un hijo inútil. El mismo que no quiso saber nada del negocio familiar, que no quiso estudiar, ¡ese! ¡ese mismo!

Antonio, veinte años en el andén esperando que pase ese tren, toda la vida preparándose, y cuando por fin llega le atropella, lo embiste con tal fuerza que lo aplasta, queda malherido, amputado en sus aspiraciones. Antonio se sentía hundido. El mundo en el que él creía había dejado de existir; ni esfuerzo, ni trabajo, ni dedicación, ni compromiso merecían ya la pena, se juzgaba fracasado a ojos de su familia, Don Julián le había acuchillado.

- Me ha pedido que sea yo quien le forme, que nadie como yo conoce todos los entresijos de la empresa, que confía en mí; que le traspase todo lo que sé, que le comunique todo de todo y de todos; dado que va a ser mi Jefe y además es su hijo, mejor que empiece con buen pié y hacerlo de forma civilizada por el bien de todos.

La voz de Antonio se alzaba por momentos, los ojos se querían salir de sus órbitas, El Piru y sus hermanos sólo miraban sin saber muy bien qué decir, una vez planteado el asunto esperaban que siguiese cada vez más fuerte despotricando y descargando el odio que llevaba en la sangre.

Antonio volvió a beber otro sorbo de agua, en ese instante la madre se levantó, agarró un plato y dijo antes de salir hacia la cocina:

- ¿Te van a seguir pagando lo mismo?

No hacía falta respuesta, era un pregunta-trampa. Regresó de nuevo con algo entre las manos y justo mientras la madre se sentaba añadió mirándole a los ojos:

- Antonio, todo padre lo haría.

Se acabó la conversación. Antonio se quedó callado, mirando a su familia, se dio cuenta que efectivamente para ellos, nada cambiaba. Simple y llanamente el mundo que se había imaginado desapareció como por arte de magia. Ya nada sería igual para él.

Pasaron unas semanas, Antonio fue llegando cada vez antes a su casa, descubrió la lectura, compró un reproductor de vídeo Beta, compró unas colecciones de películas, se interesaba por la política, y las cenas en casa se convirtieron en unas tertulias terriblemente amenas. Redescubrió a su hijo pequeño, el diferente, el de las ideas propias, el enemigo de las reglas, el que nunca cumplía las normas, el republicano, el lector. Le enseñó cosas que él mismo tenía olvidadas, a pescar, cazar, construir arcos, recolectar endrinas o moras. Hizo con el Piru lo que no pudo con sus hermanos, compartir su tiempo.

- Papa, tengo que hacer la matrícula, ¿qué escojo?

Un par de años antes, la respuesta hubiese sido clara y contundente, pero Antonio le dijo:

- Hijo, lo que quieras, tienes mi apoyo.

El mundo perdió un gran profesional, pero al Piru no le importó demasiado.


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