Grité y gemí, pero no fue suficiente aliciente a mi mente para detenerse.
Era una canción interminable, una librada guerra campal entre los sonidos que salían de mi boca y los que restallaban en mi memoria: una letanía agónica.
Casi era equiparable a una lluvia de balas, a la explosión de granadas, a la revolución de una escopeta, al gemido de una motocicleta. Era el incansable tañido de campanas, un fiero batir de alas. Era un murciélago, no, un dragón, sí, un dragón alado, astado, escupiendo fuego y regando muerte en las llamas, el calor de las brasas.
A veces gritaba tan alto que no alcanzaba a escuchar el batir de sus alas, y mientras mantenía la nota alcanzaba la calma, e ignoraba el chasquido, el crepito de las llamas que en mi mente estallaban, pero, cuando mi vista se perlaba con estrellas y mi voz se mermaba, caía sobre mí la locura, pues estaba ahí, el demoniaco, el antiguo, sonido de tambores, como una melodía acompasada: con calma diseñada para mantenerme en vigilia, en agonía, rindiendo pleitesía, temiendo por mi entereza. No me permitía calma, ni un momento de tregua; era una guerra que no podía ganar pues no había armas que yo pudiera usar para defender mi cordura y mi ternura de la lujuria y la locura.
La melodía no cesaba no importaba cuanto me retorciera sobre la fría moqueta, ni cuanto chillara o implorara por tregua. Era mi mayor enemigo, el asesino a sueldo, su identidad un misterio…, o eso creía hasta que, preso de la locura, consumido por las llamas de la desgracia, con los ojos cerrados y los labios entumecidos de tanto gritar, me di cuenta, mucho más tarde de lo que debiera, de quien era quien cantaba a mis oídos, de cuál era la mano y el látigo que mi enemigo esgrimía contra mi calma, sumiéndome en desgracia. Ya recuperaba el fuelle, y volvían a mí las fuerzas perdidas, perecidas en la batalla librada durante toda mi vida, cuando me dirigí a la cocina y empuñé un cuchillo contra mis costillas, justo sobre la herida nunca sanada, mientras gritaba, embriagado de victoria, consiente, también, de mi derrota. Esgrimí, entonces, el cuchillo llenando mi vista de carmesí, olor agridulce, el del alelí, poseía esta victoria, o esta derrota, pues escuché, mientras la sangre que salía de mi boca me hacía acallar ¡oh sorna!, una última vez el chasquido terrorífico del látigo de mi enemigo, pues moría y mi corazón traicionero ya callaba y dejaba paso a la calma…
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