Y nos quedaba poco tiempo para amarnos. Era el mes de otoño, caminamos abrazados por un sendero del Parque, nuestros pasos lentos iban pulverizando las hojas resecas y amarillas que caían leves desde los añosos árboles; nos deteníamos para besarnos, luego retomabamos la marcha con un dulce sabor en nuestras bocas; las palabras sucumbían en el pozo del silencio, lo nuestro era un amor de gestos amorosos: miradas, abrazos, besos, y sonrisas; sólo oíamos el soplido del viento y el rumor de la hojarasca otoñal.
-¿Vendrás mañana al caer la tarde?- preguntó ella, al tiempo que apoyaba su mejilla en mi pecho.
-Claro que sí, te esperaré en el lugar de siempre, mi amor- repliqué tiernamente.
Aquella tarde la esperé un par de horas, sin embargo no apareció; decidí telefonear a su casa:
- Lo lamento Señor, en la madrugada mi abuela falleció, se quedó en el sueño- me contestó su nieta.
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