Me encontraba sentado en un columpio del parque, viendo la gente ir de un lado a otro sin mirarse unos a los otros, sin los buenos días de rigor, todos como si fueran seres autómatas a los que se les había dado cuerda y se limitaban a avanzar sin parar hasta que ésta se les acabara. Yo sabía muy bien cuando sucedería eso, cuando el astro rey desapareciera por el horizonte.
La verdad es que no se porque me había dado por ir hasta allí, a mis casi cuarenta años no tenía edad de estar sentado en un columpio y menos a esas horas. Quizás era una válvula de escape, no lo se. Disfrutaba de ese columpio, el mismo que me hacía volar cuando era niño. Agradecía que el consistorio no lo hubiera desterrado, porque hay que decir que con el paso de los años y las inclemencias no gozaba de muy buena salud, pero mientras tanto, seguiría aprovechándome de él, era mi columpio.
Ese que, como si de un diván de psicoanalista de tratara, me ayudaba a ahuyentar mis miedos, la desgracia del día a día. Un bálsamo de tranquilidad en medio de lo que desde hacía unos tres años, más o menos, se había convertido mi vida.
Hoy necesitaba mi columpio con más fuerza que en días anteriores y sabía que de cada vez iría a más. Había ido a las oficinas de empleo y, nada en los tablones ni nada que Cristina, la funcionaria que me solía atender todos los meses tuviera para mí. En realidad Pedro, no hay nada para nadie en estos tiempos que corren, deberías saberlo. Además, tus circunstancias no ayudan.
No, mis circunstancias no eran las más propicias, pensaba mientras me balanceaba adelante y atrás en el columpio, mi única experiencia profesional era como zapatero en la empresa familiar, a lo que había dedicado la mayor parte de mi vida antes de que cerrara culpa de los avances que hicieron más importante a la maquinaria que a las personas, amén de algunos trabajos esporádicos como camarero, peón de obra o chico de los recados en una multinacional.
Por si fuera poco mi edad no ayudaba, las empresas querían a gente más joven, aunque a mi eso muchas veces me daba una rabia que me hacía montar en cólera. ¿Cómo se puede decir que alguien es viejo y que ya no puede dar más de si aún no tiene los cuarenta?, porque aquí donde me veis, mejor dicho, leéis, tengo treinta y seis. No creo que sea eso como para considerar mi destierro, digo yo.
Cristina me había propuesto esa mañana realizar algún curso de reciclaje, o algún curso profesional, aunque solo fuera para mantener la mente ocupada según fueron sus palabras exactas. Me enseñó un folleto donde había cursillos varios: informática, idiomas…y un sinfín de cosas más. La verdad, no me veía con suficiente ánimo para realizar ninguno de ellos.
Me levanté del columpio y me dirigí a mi casa no sabía muy bien a qué, pero no podía perdurar mucho más tiempo en mi diván particular. Sabía que a esa hora, casi mediodía, muchas madres se dirigían con sus niños al parque. Así que había que dejar que las nuevas generaciones se divirtieran, solo esperaba hicieran buen uso de mi columpio.
Pensaba en ellos, les envidiaba, yo también fui niño, volé en un columpio, me deslicé en un tobogán, jugué a fútbol con los amigos en ese parque…y también tuve esos sueños de niño que a buen seguro tendrían ellos ahora también. Bendita infancia…Por eso, en la misma medida que envidiaba a esos niños de mi parque y de mi columpio, toda mi mente y mi ser irradiaba una rabia enfermiza ante todo ser que fuera capaz de hacerles algún daño.
Todos los días mi rutina era la misma, me dirigía a buscar el pan, el periódico y lo leía tomando un buen café y tostadas. Me dirigía primero a los anuncios clasificado por si hubiera algo interesante. La verdad es que sí, pero no lo que era interesante para mí. Después ponía un poco de orden en la cocina donde se apilaban los platos usados en la cena de la noche anterior (en ese aspecto no podía quejarme y no es por presumir. Siempre me había gustado la cocina y no necesitaba dar mano a platos precocinados ni comida basura ni nada que se le pareciera) Acto seguido me ponía a leer un rato o, si era martes o jueves ha hacer limpieza de alguna de las habitaciones. Me gustaba tener la casa limpia y ordenada, no porque recibiera muchas visitas, a decir verdad últimamente más bien no recibía ninguna, pero me gustaba tener mi hogar con una apariencia digna. Alrededor de las diez solía salir y dirigir mis pasos, carpeta en mano, hacia las posibles empresas con posibles necesidades de contratación (había perdido la cuenta del número de currículos y entrevistas, pero no iba a rendirme) para ir a continuación a visitar a mi médico de cabecera: mi columpio.
Hay que ver como a veces un simple objeto inanimado puede tener la fuerza de curar tus heridas con tanto aplomo, aunque quién sabe si no era yo el que hacía que mi subconsciente quisiera creer que era el columpio que me ayudaba. Pero sabía que sin él, no sería lo mismo. Porque probé en su día de sentarme en un banco, incluso en una piedra enorme que había al lado de un manzano en un rincón del parque y no fue lo mismo. Quizás porque ese, como he dicho antes, era el columpio de cuando era niño que seguía ahí resistiendo como diría la canción.
Pasaron los días y ya tocaba ir a visitar otra vez a Cristina, ya tocaba que me volviera a poner el sello de rigor, ya tocaba otra vez la misma cantinela…”no hay nada Pedro, lo siento”. Llegué a las oficinas a las nueve y cuarto más o menos y ya se agolpaba un gentío impresionante esperando que fueran y media para que las oficinas abrieran sus puertas. Vi entrar a Cristina, la cual nos saludó con unos buenos días, sacó un llavero de su bolso y se dirigió a la puerta principal.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales