EL CORCEL NEGRO 1ra parte

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Todo comenzó un sábado por la mañana. Yo dormí hasta tarde pues no era día de escuela. La casa estaba en silencio, fui hasta la cocina pero no vi a nadie allí. Me asomé a la puerta; hacía frío. Me puse la campera con capucha y salí a ver qué había ocurrido. Afuera vi que toda mi familia estaba en el corral, rodeando un caballo negro.
 
El animal me sorprendió por su belleza, jamás vi criatura más majestuosa. Su pelo, de un color negro azabache, era brilloso; parecía lustrado. Su crin y su cola eran largas, y tenían el cuidadas de manos expertas. Todos intentaban acercarse para acariciar al corcel, pero él no se dejaba. Mi padre quiso sujetarlo pero él se paró sobre sus patas traseras y relinchó asustado.
 
Cuando llegue al corral el caballo me miró y pareció tranquilizarse, fue como si algo nos hubiera conectado desde un principio.
 
–Apareció esta mañana –dijo mi hermanita–. No sabemos de quién es.
 
Le pusimos agua y comida, y fuimos a almorzar nosotros también.
 
–¿Y quién se atreverá a montarlo primero? –preguntó mi padre mientras se servía otro vaso de vino.
 
Yo tuve ganas de ser el primero, hacía mucho tiempo que no lo hacía, pero Juan, mi hermano mayor, pidió hacerlo. Al ir todos de nuevo al corral, lo encontramos más calmo. Lo preparamos, se veía estupendo con la montura de cuero, era el caballo más bello que vi en mi vida. 
 
Cuando mi hermano intentó subir, el corcel se movió hacia un costado y lo tiró al suelo llenándolo de tierra. Todos rieron, y no volvió a intentarlo.
 
–Yo quiero montarlo –dije.
 
–Tu hermano no pudo –dijo mi padre– ¿Estás seguro?
 
Respondí en silencio, con un gesto de seguridad.
 
No tuvo ningún problema conmigo; dimos unas vueltas lentas en el corral y enseguida salimos a recorrer el campo.
 
Comenzamos a andar cada vez más rápido. El viento me echó la capucha hacia atrás y el aire fresco en el rostro me dio la sensación de que aquel hermoso corcel sería mío para siempre. Pero de pronto frenó y volteó hacia mí. Lo noté nervioso, y cuando intenté acariciarlo dio un salto lanzándome al suelo. Caí sobre mi brazo y escuché un chasquido. Mi padre me llevó al hospital y horas más tarde regresé con un yeso hasta el codo.
 
Esa tarde mi padre averiguó en el pueblo si alguien había perdido un caballo negro, pero no obtuvo información al respecto.
 
Los días pasaron y nadie volvió a acercarse de nuevo al corcel. Yo era el único que lo miraba desde lejos, sentado en la rama de un viejo árbol junto al alambrado del corral.
 
Comencé a notar que el caballo no comía ni bebía agua, si bien se veía saludable. Fui entonces a decírselo a mi padre:
 
–Eso es imposible –dijo él–. Yo lo veo bien, debe estar comiendo cuando tú no lo ves.
 
Se veía joven aún, y mi padre pensó que si se lo domara, el animal podría ser de utilidad, pues se lo veía fuerte. Mandamos entonces a llamar a un domador considerado como uno de los mejores de la región.
 
El domador se acercó al corcel negro y ambos se miraron en forma desafiante:
 
–Este no será un caballo fácil –dijo el hombre.
 
Mis hermanos fueron a la escuela, pero yo me quedé mirándolos, sentado sobre la rama del viejo árbol, tras mentir que me dolía mucho el brazo. Media hora después de comenzar la doma el caballo parecía estar más calmo. El hombre se acercó para acariciarlo y darle una zanahoria como premio por su buen desempeño, pero el corcel le mordió la mano.
 
El domador gritaba de dolor, la sangre caía sobre la tierra seca, y dos dedos le colgaban a punto de desprenderse.
 
Mi padre subió al hombre a su camioneta y lo llevó al hospital; nunca supe si el domador perdió o no los dedos.
 
Cuando mi padre volvió estaba decidido a vender el caballo. Yo no quería que lo hiciera ya que él suele vender los animales cuando ya están viejos, y un día me enteré de que cuando los vende es para que los envíen al matadero. Además siempre se gasta el dinero en vino para él, y no me pareció justo para el caballo. Le pedí que no lo vendiera, pero no me hizo caso, y esa noche lo encerró en el establo para que de ahí se lo llevara el comprador a la mañana siguiente.
 
Esa noche, cuando todos dormían, fui al establo a verlo. Pensé que del mismo modo en que el corcel había llegado hasta nuestro campo, podría encontrar el camino de regreso si lo dejaba libre. Destrabé entonces la puerta de su corral y le hablé mientras lo acariciaba:
 
–Eres libre, amigo. Estoy seguro de que tu dueño te debe estar buscando. Te perdono por lo de mi brazo, entiendo que estabas asustado. No creo que seas malo.
 
En ese momento comenzó a llover y escuché un trueno que sonó como una explosión.
 
Alguien ingresó al establo y yo me escondí detrás de la puerta abierta del corral. Pensé que era mi padre, y sabía que se enojaría si me veía liberando al caballo, pero había ingresado otra persona. Se trataba de un hombre alto, con una túnica que no me permitió verle el rostro. El sujeto se acercó al corcel y lo acarició:
 
–Así que aquí te habías escondido, muchacho…
 
Miré por un agujero que tenía una de las maderas de la puerta, y vi cuando el hombre se echó la capucha de la túnica hacia atrás para que su montura lo pudiera ver. Estaba tan cerca de mí…, solo nos separaba la puerta de la casilla del corcel, y pude verlo con total claridad.
 
El misterioso individuo no tenía piel, su rostro era una calavera. Tenía el cráneo repleto de gusanos que entraban y salían por cada orificio. Enormes ciempiés recorrían su frente, devorando restos de putrefactos de cuero cabelludo. En un momento giró hacía donde yo estaba y se quedó inmóvil; juraría que nos vimos a los ojos, o mejor dicho, que sus cuencas vacías de profundidad insondable me miraron al ojo que asomaba por el agujero del tablón.
 
Yo temblaba de miedo, pero luego de unos segundos el extraño miró de nuevo al corcel, lo sujetó de la crin y subió de un salto:
 
–¡Vamos, muchacho! –le dijo–. Nos están esperando.
 
Cuando salí del establo ambos habían desaparecido en la oscuridad de la noche.
 
A la mañana siguiente mi padre me preguntó en dónde estaba el corcel. No podía decirle lo que había ocurrido en verdad, pues no me habría creído. Le mentí; le dije que fui a verlo y al abrir la puerta escapó y no lo pude atrapar.
 
Mi padre cerró los puños encolerizado, pero no llegó a decir nada, pues en ese momento comenzó a llover, y escuchamos un trueno que sonó como una explosión.

 

 

 

continúa en la segunda y última parte...

http://www.cortorelatos.com/relato/23918/el-corcel-negro-2da-parte/


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