Fue hace mucho tiempo. Yo tenía 11 años. Todos los días al terminar la escuela íbamos a jugar a la vieja fábrica abandonada junto a las vías del tren. Nos divertíamos mucho ahí. Éramos tres los que siempre estábamos juntos: Saúl, José y yo, Mario.
A menudo jugábamos fútbol dentro del edificio. Había muchas ratas y nos gustaba perseguirlas. A veces subíamos al techo por una escalera que había por fuera y nos acostábamos en la lámina para ver las nubes pasar. Saúl disfrutaba de caminar por los bordes de la fábrica, equilibrándose con sus propios brazos. José trataba de atinarle con piedras que recolectaba previamente a unos autos oxidados que había junto a los raíles. Yo solo me sentaba a observarlos, aunque en ocasiones me les unía.
Durante algunos meses esa fue la rutina. Un día mientras observábamos la rapidez con la que pasaba un tren, un hombre se acercó. Tenía una guitarra en la espalda, un perro al lado y usaba gafas oscuras.
-¡Eh, niños no deberían estar ahí!, ¡Se pueden caer! gritó enérgicamente, su perro ladró para apoyarlo.
Los tres nos miramos pero ni Saúl ni yo dijimos una palabra. José se levantó y se acercó un poco a la orilla. Comenzaba a anochecer. Los vagones del tren pasaban sin césar, un eco ensordecedor se escuchaba de fondo.
-¡Váyase! le dijo. Pero no pareció entenderlo por el ruido. Se acercó un poco más con la intención de repetírselo. La lámina empezó a crujir, de pronto sucumbió ante su peso. José se encontró flotando por un segundo. Yo estiré el brazo para agarrarlo y lo logre, pero no funcionó como yo lo esperaba. Acto seguido, ambos caíamos de una altura de 15 metros directo al suelo de concreto. No recuerdo el momento de la caída. Solo recuerdo que desperté en una ambulancia camino al hospital.
El hombre de la guitarra había llamado a la cruz roja. Resulta que era un tío lejano de Saúl que había venido de visita.
En el trayecto mi madre me dijo que José había muerto. Se había roto el cuello al caer, y yo había amortiguado mi caída con su cuerpo. Pero al parecer mi columna había sido dañada. Ya no podría volver a caminar.
Saúl quedó traumatizado de por vida. Nunca volví a verlo. Han pasado veinticinco años desde entonces. Terminé mis estudios, ahora soy escritor. Vivo solo en una casa rentada, tengo un gato, no conduzco, no bebo, no fumo, solo escribo. Es difícil vivir atado a una silla pero después de tanto tiempo te acostumbras. Casi todos los días viene a mi memoria el recuerdo del accidente. Era tan joven que no estoy seguro de haber sabido que estaba pasando en aquel momento.
Ya no puedo dormir bien, sigo culpándome por la muerte de mi amigo.
-Desde luego que fue mi culpa -digo para mí- , pude haber hecho algo más para salvarlo Me giré hacia la ventana, que estaba a la izquierda de mi cama, había una fuerte lluvia afuera.
-Pero no lo hiciste -contestó una voz a lo lejos. Me quedé helado, quise salir corriendo pero recordé que era inválido. La puerta de la habitación se había quedado abierta, había una corriente de aire por detrás de mí. Entonces supe que había alguien en el pasillo. No me atreví a mirar. Cerré los ojos y un trueno rugió en el aire. La única luz que me iluminaba era la de la luna, que entraba por la ventana. De pronto todo se oscureció. Algo estaba frente a mí. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal.
-Mario -decía una voz sombría y triste-, mírame Mario y sentí como su mano tocaba suavemente mi hombro.
-No puede ser, tú estás -
-¿Muerto? manifestó abruptamente-, no estoy muerto amigo, siempre he estado aquí, contigo. Soy parte de ti -. Dicho esto hubo silencio. Sé que se quedó ahí toda la noche, mirándome con sus ojos grises como piedras.
Nunca le he dicho a nadie que él está conmigo. No sé cómo reaccionaría alguien si se lo contara. Además después de tanto tiempo te acostumbras a un fantasma. Es como tener un hámster, pero muerto. Sigo cuestionándome acerca de si esto es mejor que estar solo. A veces cuando escribo, él está mirando.
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