Cuando llegue mayo (IV)
Por Manuel Olivera Gómez
Enviado el 19/04/2016, clasificado en Cuentos
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CUANDO LLEGUE MAYO (IV)
Tempo después pude comprobar con mis propios ojos que las sospechas de Concha no eran infundadas. Fue al mediodía. Ella había salido a llevar a su suegra hasta el hospital, porque a veces en las mañanas, las piernas de la anciana no querían obedecerla.
Apenas salieron, Oscarito llegó acompañado de dos hombres en un auto alquilado. Uno de ellos, a juzgar por su fisonomía y sus sandalias, debía ser extranjero. Traían cervezas, y una gran cámara de tomar videos. Misteriosamente se encerraron en el cuarto.
Tras el afiche -hecho con láminas de antiguas revistas rusas- que decoraba la pared junto al espejo, existía un orificio pequeño, por el cual tal vez en otro tiempo debió pasar algún cable de la corriente. Lo descubrí una mañana, mientras le daba una mano de lechada a los techos. Con mucho cuidado para no ser descubierto, puse allí el ojo, y pude ver claramente cómo los tres se desnudaban y se brindaban caricias. Entre un beso y otro, fumaban cigarros de marihuana –conocía bien el olor que desprende-, y tomaban cervezas. Un rato después, el que parecía extranjero se levantó, y comenzó a filmar a Oscarito y al otro hombre haciendo sexo oral en todas las posiciones que a él se le iba ocurriendo. Cuando se cansó de andar con la cámara de un sitio a otro en busca de los mejores ángulos, la dejó fija frente a la cama, y también él se incorporó a la bacanal.
Aparté la vista del hueco, y me puse a pensar en lo que me correspondería hacer como hombre de la casa. No era el padre de Oscarito, y aunque llevara ya algún tiempo viviendo con ellos, continuaba sintiéndome ajeno a la familia. Decidí finalmente que por ahora era mejor no contarle nada a Concha. De hacerlo, lo único que ganaría sería la enemistad del muchacho.
Dos días después, estuve trabajando entre papeles hasta bien avanzada la madrugada. Hacía calor, y antes de acostarme, tuve el deseo de entrar al baño y tomar una ducha. Estaba enjabonándome, cuando sentí que alguien abría la puerta. Era Oscarito. Sus ojos enrojecidos y llenos de lujuria, me hicieron comprender que había tomado. Dio unos pasos hacia adentro, y sin dejar de mirarme, cerró tras él la puerta. Sin poder reponerme a la sorpresa, observé cómo caminaba hacia mí, cómo se agachaba, y cómo intentaba llevarse mi sexo a la boca.
-¡Quita, muchacho! ¿Te volviste loco? –le dije en voz baja, y lo empujé hacia un lado, llenándole toda la cara de jabón. Temí que Concha despertara y me viera en aquel trance.
-¡Te ví mirando el otro día por el hueco! –dijo sonriendo, y lanzándome un beso, se incorporó y salió del baño.
No supe qué hacer. Me fui a la cama, donde con la boca abierta, Concha roncaba ruidosamente. Medité mucho antes de quedarme dormido, y comprendí que debía tener una seria conversación con Oscarito, no sólo para que me respetara, sino también para dejarle bien claro que no fue morbo, sino simple curiosidad, lo que me empujó a espiarlos por el hueco.
La plática tuvo lugar la siguiente mañana. Nos sentamos debajo de la ceiba, junto a un racimo de platanitos ya putrefactos y amarrados con una tira roja.
-¿De qué están ustedes hablando ahí? –se asomó la anciana por una ventana lateral. Aún no perdía la costumbre de vigilar el árbol-. ¡Ojalá Concha no hubiera salido, para que viera a este hombre enamorando a su hijo!
-¡Métase para adentro, vieja loca! –le gritó Oscarito.
Se mostró muy abierto conmigo. Luego de disculparse por lo ocurrido en la noche, achacándole a la bebida su descarado comportamiento, comenzó a hablarme de cómo fueron sus inicios en esa vida. En la beca, dos amigos y él, eran inseparables. Cada tarde se iban a sudar al gimnasio, porque vivían pendientes de su físico. De continuo discutían sobre quién tenía mejores bíceps y tríceps, y se los tocaban mutuamente para comprobar cuánto habían endurecido de un día a otro. También era muy común que se masturbaran juntos hojeando revistas de mujeres, y compitieran para ver cuál de ellos lanzaba más lejos las gotas de semen. Tal vez esta cercanía, alimentó a un punto tal las fantasías de todos, que sintieron la necesidad de descubrir qué había más allá. Ante las muchachas, continuaron comportándose como tres auténticos rompecorazones. Ante los demás varones, presumían de mujeriegos, sin mostrar jamás el menor signo de debilidad. Pero cuando estaban a solas, se amaban intensamente, diciéndose entre ellos las más tiernas palabras de amor. No fueron pocas las ocasiones en que en la soledad de un aula a la medianoche, estuvieran a punto de ser sorprendidos por un profesor lujurioso, buscando igualmente un escondite para poseer a una alumna.
Cuando el curso llegó a su fin, y cada cuál supo que la vida los pondría en caminos diferentes, la amistad comenzó a morir. Ninguno hizo nada por salvarla. Por el contrario, se apartaron avergonzados, dispuestos a esconder en sus respectivos armarios un pasado al que no debían nunca más retornar. También él hizo el intento. Pero no pudo. Se había descubierto a sí mismo a través de aquellas relaciones furtivas. El gusto por los hombres era ahora para él un vicio, una necesidad y un impulso que lo acompañaría siempre.
Concha nos interrumpió. Venía sudando calle arriba, quejándose del calor.
-¡El asilo de tu abuela va para rato! –le dijo a Oscarito, y nos convidó a seguirla a la casa para contarnos de su gestión fallida. Lanzó la jaba sobre una silla, y resoplando de cansancio, se dejó caer también ella encima del sofá-. ¡Estoy muerta, traigo estos pies destrozados! ¡Y esos camellos que están más llenos y más hediondos cada día! ¡Oye, que a donde quiera que una va, tiene que cargar con las pestes de todo el mundo! Y total, que no resolví nada. ¡Imagínense, que para entrar allí es por escalafón, y esta condenada hace el veintisiete!
-¿Y eso qué significa? –le pregunté yo.
-¿Qué qué significa? ¡Que tienen que morirse veintisiete viejos de los que están allí para que dejen esas plazas vacantes! Es la única forma de entrar. Claro, todo esto si uno no tiene una buena palanca que pueda resolverte por la izquierda. Y por desgracia, o por suerte, la única palanca que yo tengo ahora es la tuya –dijo Concha echándose a reír, y señalando obscenamente para mi portañuela, sin importarle la presencia de Oscarito-. En otras palabras, ¡que tendremos aquí vieja para rato!
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