El hombre Caracol

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                                    El hombre caracol.

No siempre tiene sentido, pero así es esta historia.

Salió disparado de aquella cantina, en donde el olor a alcohol rozaba ya lo insoportable. Fuera le esperaba un pura sangre negro, al que montó y se enfiló rumbo a la sierra. Los borrachos, por así llamarlos, habían quedado K.O. y por las orejas del avispado hombre caracol, mote con el que se le conocía, ya había desfilado la suficiente información, al menos, la que él necesitaba.

Bandolero entre bandoleros y escurridizo como una serpiente, siempre al acecho para cazar fortunas. El hombre caracol estaba en busca y captura desde hacía un par de años. Nadie conocía su rostro, gozaba de un arte especial para entremezclarse entre la gente de los pueblos y no levantar nunca sospecha de sus propósitos, los de robar digo. Robar y  huir era a  lo que se dedicaba, pues las penurias de aquellos tiempos y la precariedad de su familia le obligaron a llevar esa vida.

Ahora galopaba a sus anchas por aquellos montes que conocía como la palma de su mano, envuelto entre montañas mágicas llenas de secretos. En su cabeza, solo un lugar al que conseguir llegar. Sus cálculos apuntaban que tardaría poco más de un día en alcanzar el territorio al que se dirigía, región de la que había oído nombrar en aquella cantina de la cual salió a escape.

Hacía rato que había empezado a llover y emprendía a hacerlo con fuerza. Las corrientes de óxido ya bajaban del Tajo y se mezclaban con el blanco de las casas y el verde del bosque, la sierra parecía pintada de acuarela, además ya estaba anocheciendo; había que guarecerse para pasar la noche.

Nadie estaba tan al tanto de todas las guaridas y rincones que escondía la sierra como lo estaba él, de ahí le venía el seudónimo. Así, empezó a cabalgar más despacio para poder tantear bien el terreno; de repente paró, bajó de su caballo y como buen entendido, no tardó en hallar refugio entre las mil y una cuevas que guarda la Sierra de Guadarrama.

En este momento se encontraba dentro de la caverna donde la oscuridad era total, junto con su negro caballo, de nombre Mandru, que permanecía quieto a su lado. Al momento unos berridos le asustaron, alargó la mano e intento sujetar fuerte a Mandru, para que no se espantase, era un ciervo herido huyendo seguramente de algún depredador.

Tras el suceso, la sed y el hambre acechaban así que, metió mano a las alforjas y saco algunas viandas con las que poder aliviarse, después, tranquilamente se dispuso a acomodarse. Una tímida luz colada por la vía de entrada se encargó de despertarle, nada más rozarle los ojos. Casi no hubo tiempo de desperezarse, nadie debería darle alcance, así que, sin más espera, monto a su caballo y salió al trote.

Algunos inconvenientes hallados en el camino hicieron que este, no fuese fácil, como por ejemplo; conseguir salir airosos del encontronazo con unos lobos, que debieron oler la sangre de alguna presa y la perseguían, o el tropiezo con una banda de peligrosos y sanguinarios bandidos como él, a los que la justicia les tenía ganas desde hacía tiempo. Fugitivos, por los que se ofrecía una sustanciosa recompensa, tentador para un miserable caza-fortunas como él, sus cabezas a cambio de una suculenta bolsa de dinero. Pero otro asunto ocupaba su mente y  como pudo, logró esquivarlos.

Ya no quedaba nada, había resistido todas las dificultades y se encontraba justo en el punto que aquellos hombres de la cantina habían marcado, exactamente bajo la falda de la montaña a la que debería subir. Se frotaba las manos imaginado un cañón de oro esperándole, no había tiempo que perder y ahora debía seguir solo. Miró a su caballo, alzó los brazos y con sus manos le acarició su cara; le susurro un “vuelve a casa” y Mandru dio media vuelta y comenzó a avanzar.

El silencio se hizo y de repente, un águila con unas enormes alas preciosas se le acercó y con su pico dio caza al hombre caracol, lo elevó y se lo llevó volando dejándolo en lo alto de la montaña.  No podía dar crédito a lo sucedido, fue como si el ave rapaz estuviera esperándolo, tardó unos minutos en reaccionar, y ahí estaba.  Se había convertido en un ser mezquino, al que la ambición y la envidia le habían llevado hasta allí, ya no tenía vuelta atrás. Ante sus ojos un túnel por el que no dudó en introducirse… Se adentró y se adentró, aquella galería cada vez se estrechaba más, era larga y parecía interminable. Solo el aire que se filtraba por algunas grietas, le aportaba oxígeno para respirar. La luz que lo acompañaba era la de una antorcha, encontrada en el mismo pasadizo; nada podía hacerle desvanecer, un único pensamiento, arcas imaginarias llenas a rebosar de dinero y joyas.

Pasaron horas y el seguía en aquel asfixiante, estrecho y húmedo corredor, el frío calaba sus huesos, y cuando menos lo esperaba… una luz cegadora le invadió de pleno.  Esta vez sus orejas le habían traicionado y sus oídos no habían escuchado bien, donde él creyó entender tesoro, se hablaba de mundo, cuando el creyó entender oro, se hablaba de ciudad, cuando entendió monedas, decían pequeños seres, y cuando entendió montaña, hablaban de ciudad subterránea. Sí, eso fue lo que encontró el hombre caracol tras atravesar aquel oscuro conducto. Un mundo nuevo, una ciudad subterránea llena de seres diminutos, en donde, el hombre caracol quedo atrapado para siempre y nunca jamás la sierra de Guadarrama volvió a saber de él.

 

                                                                


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