Hacía un día soleado aquella mañana, aunque ella a penas se dio cuenta, con la cabeza gacha lavaba los platos, pensando en los infinitos usos que podría darle al cuchillo que tenía delante, le temblaron las manos solamente con pensarlo, y el vaso que sostenía le cayó al suelo rompiéndose en mil pedazos, daba igual, no había nadie en casa, nadie que hiciese inventario de todos sus defectos, nadie que empujara su dignidad y la tratase a patadas. Recogió los escombros cuidadosamente para no dejar ninguno, sangró al cortarse con un vidrio, no le dolió, era ella, le hacían tanto daño que ya no podía hacérselo ella misma. Se sentó en el sillón y con manos agitadas encendió un cigarrillo, eran las doce y media, entre calada y calada pensaba que maquillaje disimularía mejor el morado de su pómulo. Salió de casa con el bolso y las llaves del coche, de camino al colegio lloró en cada semáforo en rojo, tenía el maquillaje tan emborronado que no quiso bajar del coche para recoger a su niña, la pequeña vio las lagrimas en el borde de sus ojos y la abrazó fuerte, con una mirada tan tierna y sincera que rompió las cadenas que la amarraban a aquella jaula, viendo a la pequeña comprendió que aquello no era vida, que no tenia porque aguantar a aquel animal. Arrancó el motor con fuego en la mirada, se fue sin avisar, sin una nota, y sin decir a nadie que no las volverían a ver por el infierno
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