Niña muerta

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Era horrible, o eso es lo que le parecía a ella, un ser horrible, un ser de abstracta figura y geometría poco clara. Era un ser deforme, la divina representación del mal.

    Algo, sin embargo, atraía su atención: En lo que en otro lugar podría haber sido un mentón femenino, un mentón femenino casi masculino por su complicada complexión recia, crecía una uniforme línea que se curvaba hacía el suelo en un inacabado amago de expresión afligida. Crecía, en aquel horrido, en aquel ominoso rostro, lo que pudiere ni bien pasar por un gesto de solipsismo. Era una profunda, una inacabable soledad lo que anegaba a aquel cadáver que, bamboleante, se mecía ligeramente al compás de los latidos de su corazón, solamente escuchados en un irremediablemente alto esfuerzo. Era la negra demencia la que horadaba aquel rostro de lado a lado y la roja muerte la que dibujaba los detalles en aquel gesto yermo y desierto.

    Pero era la única, la divina locura, la que le mantenía quieta como petrificada cual estatua, presa del terror que crecía en su alma, en absoluto desconsuelo ante la terrífica visión de lo que en algún tiempo y en un lugar muy lejano, en un lugar en declive de moral, pudo haber sido considerado una mujer.

    Llevóse una de sus desfiguradas manos, sépticos colgajos de carne pendían groseros de aquella pútrida piel debajo, en dirección al rostro que, horrorizada y casi embriagada por visión tan terrible, contemplaba presa de la culpable libídine, pues le parecía que, ni, aunque, su voluntad tuviera tal habilidad, le sería posible apartar la vista, ¡oh, la vista!, de aquella horrible representación de pesadilla. Mas, cuando la desgarbada y laxa mano de aquella víctima, hubo arribado a tan figurativo mentón, se detuvo ahí como si esperase, si esperase una solución a la interrogante que nacía entre toda la pestilente demencia del alma que parecía naufragar solitaria, y dispersarse como el sonido de un llanto a través de toda la estancia. La interrogante que, mal párida de un diluvio de sórdidas cavilaciones, crecía ahora como la ponzoñosa infección en la carne, primero a paso flemático, después con mucha más velocidad. La cuestión que parecía sacada de una obra de Salvador Dalí.

    Pero la cuestión tenía voz propia, una voz infantil y ahogada, una voz que incitaba a pensar en quienes estaban a salvo, más allá de la puerta ¡oh la puerta que se abre y no se vuelve a cerrar nunca más! Y parecía babear a través de los eones y mucho más tiempo su letanía, jamás sosegada por hacer oídos sordos, ni nuca callada por manos en los oídos:

    -¿Por qué, oh misericordioso dios, por qué a mí?

    Finalmente, entre temblores y estremecimientos del alma se dio cuenta, maravillada, pero al mismo tiempo cautiva de cuantos horrores puedan sentirse en alma ninguna, que aquella pregunta, raída por el uso…

    … la había pronunciado, la había pronunciado babeante, en voz alta.


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