Denunciar relato
Lluvia, frío, viento desproporcionado (de ese que te pone los pelos mirando hacia donde Dios le dio a entender a cada uno...) y una mala ostia —sí, con perdón, lo siento...pero no encontraba otra expresión que se ajustara al significado—, que todos los poros de tu piel y las vocecillas de tu cerebro (aunque nuestras sinapsis estén más para allá que para acá, están) te griten que vuelvas sobre tus pasos y te tumbes en el sofá bajo la manta. Pero no, somos fuertes, demasiado quizá..., y seguimos caminando —mejor, peor, trastabillándonos o casi corriendo— pero sin apartarnos del movimiento. Mientras las piernas se mueven, las neuronas también lo hacen; generalmente descontroladas en su fiesta particular sin que podamos hacer nada —o eso creemos a veces— para mantenerlas a raya.
Un día de esos aciagos de invierno, me dio por pensar (creí que era mejor pensar que pelearme con todo lo que se cruzara en mi camino), y me pregunté si nuestras conexiones cerebrales son como las conexiones con las que nos encontramos cada día. Me explico, esas conexiones reales, tangibles con el resto de seres humanos (del mundo animal ya hablaremos en otra ocasión). Y ¡oye!, tiene su mérito, porque mientras pensaba (cosa que nunca hacemos las chicas..., y algunos chicos, no lo neguéis), adorables ancianitas empujaban todo lo que tenían cerca para buscar un sitio donde sentarse en un autobús hasta arriba, o en su defecto, miraban a su alrededor con ojos de asesinos en serie; total, si no se ve que estás enfermo no mereces respeto (y a veces, ni aún así). En fin, que me pierdo..., volvamos a las conexiones y en lo que pensaba mientras esquivaba a las ancianas. Todos sabemos que nuestras neuronas se encuentran unas con otras, y en función de lo que se cuenten nosotros respondemos de una manera u otra.
Día de encuentros sin interrupciones: día de tranquilidad.
Día de conexiones a saltitos: día que andamos de la misma manera, y no de forma muy sexy (todo sea dicho).
La mayoría de las veces, por no decir todas, no podemos elegir las conversaciones que compartan nuestras neuronas, pero sí el efecto que tengan en nosotros.
Mucho se habla de la dificultad de la neurología, pero.... ¿acaso podemos controlar la conexión que tenemos con alguien nuevo que llega a nuestra vida? No sé si opinaréis como yo, pero hay personas que al minuto uno parecen tener una conexión con nosotros difícil de explicar, y otras, por el contrario, donde la conexión es casi imposible y nuestro cuerpo (andando, a saltitos, o como buenamente se pueda) nos pide alejarnos lo más rápido posible; lo mismo ocurre en nuestro cerebro. Quizá por la em todo se refleja de manera diferente al montar cada día en nuestra particular montaña rusa, pero nuestro cuerpo es soberano nos guste o no, y desde aquí os pido encarecidamente que os alejéis de las conexiones que os pidan salir corriendo.
La semana pasada, en una conversación con Eugenia (@angrywhithlife) llegamos a una conclusión interesante: ¿qué tal si creamos una burbuja a nuestro alrededor donde solo veamos reflejado lo que nos gusta, y el resto de situaciones con conexiones «¡¡danger, danger, danger!!» se queden fuera de esa burbuja? Por lo menos a nosotras, nos pareció perfecto. ¿Cómo hacerlo? ¡He aquí la cuestión!
Todo está en nuestra mente, enferma o no (siento decepcionaros, pero que muchos no tengan un término clínico que explique lo que pasa en su cerebro, no significa que todo lo que ocurra en el sea bueno, mejor o peor de lo que pasa en el nuestro): solo nosotros tenemos el poder de controlarlo. Hasta que no creamos que podemos hacerlo, el Universo no nos devolverá los reflejos que depositemos en nuestras burbujas.
Dejemos que la vida nos despeine, pero aprendamos a reírnos de esa imagen frente al espejo; el reflejo que veamos será lo que tendremos a lo largo de nuestra vida.
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