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Ufff, comienzan a terminarse las palabras que me puedo inventar; igual la rae me acepta alguna como «legal». Una noche en blanco da para mucho, mientras que con Morfeo, es una noche vista y no vista; ¿qué mejor momento para enumerar nuestras inquietudes que en una de esas que no parece tener fin? Así ha sido la mía. El título nació de las inquietudes escleróticas. Sí, muchos ya lo habréis entendido, pero para los que no, esta es la explicación de «Inquierótico».En fin, empecemos.
Vuelta de un lado, cinco segundos y vuelta otra vez. Desde pequeña eso de jugar a la croqueta tirándome por el césped del parque dando vueltas nunca fue lo mío; me mareaba, me manchaba con la consiguiente bronca materna —está claro que a mi padre le daba igual— y no terminaba de encontrarle la gracia. Llamadme rarita, sí, os dejo, pero era (o soy) así. Podría haber disfrutado del calor bajo el edredón, de escuchar la respiración de mi pareja junto a mí, de los pronósticos para el fin de semana... ¡pero no! Mi mente, encontró más divertido poner como objetivo el divagar acerca del posible nuevo tratamiento, ese que puede creer más apropiado mi nueva neuróloga —¡¡Sííí!! Al fin conseguí una segunda opinión médica en el sistema público de salud madrileño—. Hasta aquí, todo parece normal dado nuestro día a día de médicos, análisis y cambios, pero... ¿qué opinarán a nivel laboral? Aquí comenzó el martirio. Mi pedacito —cada vez más pequeño, no tengo duda— de raciocinio, intentaba luchar con el movimiento descontrolado de mis neuronas. Imposible. Las sinapsis se sucedían sin cuidado y la inquietud comenzaba a envolverme sin poder evitarlo: ¿Más bajas? ¿Cuánto tiempo tardaré en adaptarme? ¿De verdad lo necesito, o fueron los comentarios de mi ex-neuróloga los que me llevan a este caos? ¿Si me tiro por esa ventana (tampoco me daba cuenta de los barrotes, preciosos sí, pero barrotes que impedirían mi propósito), la caída me haría daño? (No, solo hay medio metro al suelo de la terraza, como mucho me resbalo con una placa de hielo). Vuelta otra vez al otro lado de la cama y el reloj parecía estar estropeado; ¿en serio solo habían pasado cinco minutos? ¡Venga que cuando amanezca —que probablemente ya lo haya hecho— lo veré todo de otro color! Llegó la luz del sol y tampoco creáis que percibí un cambio relevante. Sí, hay sol, pero la temperatura no es lo suficientemente alta como para derretir mis inquietudes. Tener aún, tantas horas después, el modo PivaOn activado, no era nada bueno. Decidí buscar apoyo, leer algo positivo, pensar en el café calentito que me esperaba..., pero parecía que el tiempo metereolígico nos estaba afectando a todos por igual, y pocos mensajes de optimismo recibía en mis whasapp y redes sociales.
« ¡¡Perfecto!! Si es el tiempo, no soy yo», pensé esperanzada.
Y ese fue mi día de ayer, ¿adivináis si mi esperanza llegó a término? Pues a ratos, pero esos ratos me iban recargando la energía poco a poco como a los smartphones; esos que hay que cargar varias veces al día y son más fijos que móviles (al menos el mío).
Hoy sábado, todo se ve todo de otro color: sigue haciendo el mismo frío, con sol, pero tras una ayuda para dormir, las perspectivas son radicalmente diferentes. Ya sabéis, todo depende de cómo se miren las cosas; siendo las mismas, si la mirada cambia nuestro estado anímico también.
Dejemos las inquietudes aparcadas, lloremos solo cuando sea necesario —que pensándolo fríamente son pocas las veces que hay razones de peso para hacerlo— y disfrutemos de cada segundo porque cada uno de ellos tiene algo magnífico por lo que dar las gracias.
Vuelta de un lado, cinco segundos y vuelta otra vez. Desde pequeña eso de jugar a la croqueta tirándome por el césped del parque dando vueltas nunca fue lo mío; me mareaba, me manchaba con la consiguiente bronca materna —está claro que a mi padre le daba igual— y no terminaba de encontrarle la gracia. Llamadme rarita, sí, os dejo, pero era (o soy) así. Podría haber disfrutado del calor bajo el edredón, de escuchar la respiración de mi pareja junto a mí, de los pronósticos para el fin de semana... ¡pero no! Mi mente, encontró más divertido poner como objetivo el divagar acerca del posible nuevo tratamiento, ese que puede creer más apropiado mi nueva neuróloga —¡¡Sííí!! Al fin conseguí una segunda opinión médica en el sistema público de salud madrileño—. Hasta aquí, todo parece normal dado nuestro día a día de médicos, análisis y cambios, pero... ¿qué opinarán a nivel laboral? Aquí comenzó el martirio. Mi pedacito —cada vez más pequeño, no tengo duda— de raciocinio, intentaba luchar con el movimiento descontrolado de mis neuronas. Imposible. Las sinapsis se sucedían sin cuidado y la inquietud comenzaba a envolverme sin poder evitarlo: ¿Más bajas? ¿Cuánto tiempo tardaré en adaptarme? ¿De verdad lo necesito, o fueron los comentarios de mi ex-neuróloga los que me llevan a este caos? ¿Si me tiro por esa ventana (tampoco me daba cuenta de los barrotes, preciosos sí, pero barrotes que impedirían mi propósito), la caída me haría daño? (No, solo hay medio metro al suelo de la terraza, como mucho me resbalo con una placa de hielo). Vuelta otra vez al otro lado de la cama y el reloj parecía estar estropeado; ¿en serio solo habían pasado cinco minutos? ¡Venga que cuando amanezca —que probablemente ya lo haya hecho— lo veré todo de otro color! Llegó la luz del sol y tampoco creáis que percibí un cambio relevante. Sí, hay sol, pero la temperatura no es lo suficientemente alta como para derretir mis inquietudes. Tener aún, tantas horas después, el modo PivaOn activado, no era nada bueno. Decidí buscar apoyo, leer algo positivo, pensar en el café calentito que me esperaba..., pero parecía que el tiempo metereolígico nos estaba afectando a todos por igual, y pocos mensajes de optimismo recibía en mis whasapp y redes sociales.
« ¡¡Perfecto!! Si es el tiempo, no soy yo», pensé esperanzada.
Y ese fue mi día de ayer, ¿adivináis si mi esperanza llegó a término? Pues a ratos, pero esos ratos me iban recargando la energía poco a poco como a los smartphones; esos que hay que cargar varias veces al día y son más fijos que móviles (al menos el mío).
Hoy sábado, todo se ve todo de otro color: sigue haciendo el mismo frío, con sol, pero tras una ayuda para dormir, las perspectivas son radicalmente diferentes. Ya sabéis, todo depende de cómo se miren las cosas; siendo las mismas, si la mirada cambia nuestro estado anímico también.
Dejemos las inquietudes aparcadas, lloremos solo cuando sea necesario —que pensándolo fríamente son pocas las veces que hay razones de peso para hacerlo— y disfrutemos de cada segundo porque cada uno de ellos tiene algo magnífico por lo que dar las gracias.
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