Cuando llegue mayo (V)

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CUANDO LLEGUE MAYO (V)

 

 Sin embargo, la anciana parecía estar cada día más cerca del cementerio. Una mañana, tentada por el olor a café que venía de la cocina, quiso abandonar el butacón donde descansaba en la sala, y no pudo. Sus piernas, hinchadas y artríticas, se habían fosilizado para siempre.

 

Desesperada comenzó a gritar como una demente para que vinieran en su auxilio. Concha y yo acudimos de inmediato, intuyendo ya con qué habríamos de encontrarnos. La doctora nos había advertido que algo así sucedería en cualquier momento. Por desgracia, nada se podía hacer. Desde ese instante, se iniciaba su vida de paralítica.

 

Aparte de ella misma, fui yo el mayor afectado con este cambio. De la casa, era el único que tenía fuerzas para lidiar con su peso. Y a la hora del baño, a la hora de llevarla a orinar o a defecar, debía cargarla como a un bebé, y depositarla en la silla de hierro que para las nuevas circunstancias le había preparado Concha. Al principio no tenía consuelo. Lloraba, y por alguna extraña razón confundía su problema con un supuesto aborto.

 

-¡Ay, mi hijo! ¡Me han arrancado a mi hijo! ¡No pudo llegar a mayo! –gritaba.

 

Rosa, la presidenta de los CDR, se enteró por la doctora de la mala nueva, y vino a venderle a Concha una silla de ruedas.

 

-Mira Concha, esta silla era de papá. Si no puedes pagarme ahora no importa, yo no estoy tan apurada. Me das el dinero cuando estés un poquito más desahogada. Lo importante es que resuelvas. Y disculpa que te lo cobre, hija; pero…

 

-Ni importa, Rosa. ¡Muchísimas gracias! ¡Usted siempre tan amable! –la cortó Concha, y cuando cerró la puerta al despedirla, me comentó: -¡Tan comunista que se hace la vieja esta, y todo el mundo sabe que por las noches se pone a oír las emisoras de radio de Miami! Tiene una hermana allá. De eso vive, del dinero que le manda. Cuando se fue, Rosa no quería verla ni en pintura. Era una vergüenza para ella tener una hermana gusana. Pero cuando le apretó el zapato, las cosas cambiaron, y el gusano se convirtió en mariposa. ¡El año pasado hasta quiso ir de visita! Pero los americanos, que no son tontos, le negaron la visa en la Oficina de Intereses. Sabían que si se iba, no regresaba a Cuba.

 

Con el pasar de los días, la anciana no sólo se fue acostumbrando a su nueva situación, sino que además comenzó a sacarle provecho. Su invalidez era ahora un instrumento para continuar haciéndome difícil la vida en la casa. A pesar de su mente perturbada, sabía que yo había pasado a ser una especie de mucamo para ella, y tal vez para molestarme, pedía ir al baño de madrugada, y muchas veces cuando avisaba, ya era demasiado tarde.

 

-¿Por qué usted hace esto? –la reprendía Concha-. ¡Usted estará inválida de las piernas, pero no del estómago! ¡Si le duele la barriga, avise con tiempo!

 

Una tarde, recién bañada y con el cuello blanco de talco, Concha la llevó en el sillón de ruedas hasta la ventana para que desde allí pudiera tener el control visual de su ceiba. Sin que se diera cuenta, me puse a observarla, porque desde hacía días tenía mis sospechas. Y no me equivoqué. Sin hacer ruido, llamé a Concha para que también ella comprobara por sus propios ojos cómo la anciana, con la cara roja y sudando por el esfuerzo, pujaba con todas sus fuerzas para cagarse en el blúmer.

 

-¡Me dan ganas de matarte, vieja zorra! ¿Tú quieres acabar conmigo? ¡Te vas a quedar cagada hasta mañana, aunque todas las moscas de La Habana vengan a comerte el culo! ¡Cochina! -saltó Concha como una fiera delante de ella-. A veces pienso que no estás esclerótica ni nada, y que todo lo que haces es por pura maldad…

 

-¡Esclerótica será tu madre! –se defendió la anciana.

 

-¡Mira…! –Concha levantó la mano en un gesto involuntario, como si fuera a golpearla.

 

-¡Dame! ¡Dame! ¡Nada más te faltaría eso, entrarme a golpes con la ayuda de ese cabrón que has metido en mi casa! –gritó la anciana para todo el vecindario.

 

A la hora de comer, si le servían antes que a los demás, se negaba a probar bocado.

 

-¿Tú no estarás envenenándome la comida? ¿O es que a ustedes les da asco comer conmigo? –preguntaba ofendida, y fingiéndose acatarrada, lanzaba un escupitajo sobre el plato de arroz y frijoles.

 

Ante tanta asquerosidad, Concha marcó todos sus cubiertos, platos y vasijas para usarlos siempre con ella. Al plato le hizo una cruz en el fondo, al jarro le picó el asa, y al tenedor y la cuchara los pasó por candela para ponerlos prietos. El primer día que los utilizó, la anciana revolvió el arroz con el tenedor, y vio la cruz en el plato. Luego palpó el asa estropeada del jarrito plástico. Evidentemente comprendió el significado, y en un arranque de violencia, echó abajo el mantel, rompió toda la loza, y regó por el piso la fuente de arroz y la olla con frijoles.

 

Concha iba a empezar a gritarle, pero en ese momento alguien tocó el timbre de la puerta. Respiró hondo, y se encaminó a abrir.

 

-¡Buenas! –dijo Rosa, la presidenta del CDR, que sin dudas había escuchado el ruido-. ¡Espero no haber venido en mal momento! Pero tenía que recordarles que mañana es el desfile por el primero de mayo. ¡Todos los de la cuadra vamos a salir para la plaza a las cuatro de la madrugada! ¡Aquí les traigo un par de banderitas cubanas para que la alcen en alto cuando pasen ante las cámaras! Porque ustedes no van a dejar de ir, ¿verdad? Recuerden que estamos emulando con el CDR de al lado, y tenemos que hacernos sentir e ir a protestar bien fuerte en contra de los americanos.

 

-¿Vas a ir? –le pregunté a Concha cuando ya Rosa había salido.

 

-¿A dónde? ¿A la plaza? ¡Dios me libre! –dijo ella desde el piso, donde recogía el reguero de arroz-.¡Pero tú si tienes que ir! Rosa siempre pasa lista, y te conviene estar en buenas con ella. Ahora con toda esta “resingueta” de las ilegalidades, te podría fastidiar si ve que tú no cooperas.

 

-Si me hubieras apuntado en el Registro de Dirección y en la Libreta de Abastecimientos, ahora no tendría encima esas preocupaciones. No sé por qué ya no lo has hecho. No debes tener miedo. ¡Yo nunca te voy a quitar tu casa!

 

-¡Ay, chico, no digas esas cosas! ¡Qué miedo voy a tener! No te he apuntado por vagancia, por no hacer la cola en la Oficoda.

 

Concha estaba muy extraña. Oscarito también. Desde hacía días los notaba nerviosos. Se la pasaban conversando bajito por los rincones, y una vez creí escuchar algo acerca de una carta que habían recibido.

 

 


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