Mirando por la campiña, allí donde la vista se perdía en insondable, en la inconmovible lontananza apenas interrumpida por el fuego de las estrellas, allí donde no había nada físico donde otrora pudiere depositar mi confianza para usarlo como referencia, allí, en medio de inescrutable negrura, anegado en sombría nocturnidad, allí, en medio de la nada, en mitad del incansable, árido, desierto había un hermoso, un fiero corcel bayo, de aspecto reluciente.
-Mirad-interrumpí yo a mis compañeros de guardia-mirad, allá en la lejanía, ¿es eso que veo ciertamente un caballo en mitad del desierto, o es que estos ancianos ojos me están engañando? Porque, ¿cómo hubiera podido un corcel de tan regio aspecto permanecer indemne ante tal cantidad de catástrofes como son las que se viven día con día en este desierto perdido de la mano de dios alguno? ¿Será, que el corcel que allí veis ha emprendido fuga de algún campamento de bandidos? ¿Y cómo podría bandido alguno ser el dueño de un corcel de tan saludable aspecto? Me arriesgaré diciendo que este corcel debe pertenecer a la realeza pues no habría sobre la tierra otra clase de hombre que pudiere poseer caballo similar. Propongo que procuremos acercarnos teniendo cuidado de no espantar a la pobre criatura y vigilando cuidadosamente el no acercarnos por un desafortunado accidente al sitio donde pudieren esconderse peligrosos bandidos ¿Alguien secunda la moción?
Pero nadie levantó la mano, ni siquiera para renegar de lo absurdo de mi propuesta.
-Cobardes-maldije-esa pobre criatura ciertamente morirá de hambre y sed si la dejamos ahí, ya podría ser un sediento naufrago en este mar de arena que vosotros ni os dignaríais a levantar un dedo para salvarle. No podemos abandonarle ahí a su suerte y eso lo sabéis vosotros aún mejor que yo-pero nadie atendió mis razones, y, en su lugar, hicieron los oídos sordos-. Muy bien, si nadie viene conmigo iré yo solo, pero una cosa he de advertiros. Si, ciertamente dejáis que me marche y consigo domar al fiero caballo bayo que allí veis, será, a menos que su verdadero dueño lo reclame de mis manos, absolutamente mío. Y os prometo que conseguiré domesticar al animal así me llevé toda la noche en esa empresa.
Dicho aquello emprendí mi descenso de la enorme duna donde acampara aquella noche y comencé mi caminata en dirección donde el corcel bayo parecía tan quieto como una simple estatua de mármol, quieto, en medio de un calmo desierto. Calma que solo se veía interrumpida ora sí ora no por enormes lechos arenosos deslizándose de aquí para allá en una curiosa onomatopeya reptil. Y, mientras más me aproximaba al alazano animal, más oscura me parecía la noche a mí alrededor y más terrorífico el lento desliz de la arena y aquel sonido de índole reptil que escapa hasta mis oídos. Pero había algo más: junto con la noche, el color del animal parecía variar tonos, ennegreciéndose su pelaje hasta que temí perderlo de vista dada la imperante oscuridad aledaña a mi objetivo. Finalmente, cuando estuve a un palmo pude comprobar que no era un caballo bermejo lo que tenía ante mí, sino un invariable caballo de pelaje tan negro como la noche y ojos tan oscuros como el negro carbón, de un aspecto tan regio, que, de la sangre pura relucir, me habría cegado en apenas medio segundo.
-Pequeño-le murmuré embriagado por mi descubrimiento, mostrándole las manos en alto-¿De dónde has salido pequeño caballo negro?
E, indudablemente, el corcel no me respondió.
Todavía con las manos en alto continué mi avance hasta donde el caballo, con el rostro sobrio, pero con el alma llena de inquietud. Ante mi avance el caballo reculó un poco, pero no lo suficiente como para impedir que yo extendiera una de mis manos para acariciar sus crines. Ademán que pareció tranquilizarle un poco. Después de todo, no era un animal tan fiero como me había temido, pues, ante el ofrecimiento de una manzana medio podrida que traía conmigo, el corcel quedó del todo tranquilo.
Viendo que el caballo parecía satisfecho y amigable conmigo me dispuse montarlo, pero apenas había subido a él trabajosamente pues este no tenía silla de montar, cuando se encabritó relinchando y me arrojó a la alfombra de arena.
Humillado en el suelo, preso de la rabia le pedí que no volviera a hacer una cosa semejante y, entre compungidos jadeos y un inexplicable esfuerzo, volví a montarme en el animal agarrándome esta vez de manera más firme al cuello de la criatura temiendo que esta volviera a encabritarse y me arrojara de nuevo a la arena. Nada, sin embargo, ocurrió.
-Buen chico-le murmuré al oído acariciando la larga y espesa melena que le crecía sobre la frente, y el caballo comenzó a caminar en la dirección contraria a la duna donde estaba el campamento-. Para-le pedí e intenté bajarme, pero el animal arreció el paso impidiéndome así que desmontara de su lomo-. Para-volví a pedirle intentando bajarme, pero en lugar de aquello el caballo comenzó a galopar a una velocidad que me parecía imposible. Y, por mucho que pueda parecer imposible, mientras más esfuerzos hacía por detenerle y bajarme, más veloz viajaba el animal.
Enfermo de nauseas/al borde del vómito, miré hacia atrás en dirección donde otrora se viera la luz de la fogata del campamento en la duna y, con sorpresa, vi que ahora era poco menos que otra estrella, lejana y diminuta.
No puedo describir, pues es inenarrable, el terror que me embargó entonces cuando volví mi vista hacia el frente y vi las crines del caballo entre voluptuosas llamas que, en medio de una noche tan oscura eran aún más relucientes. Sus ojos ardían otro tanto con similar fulgor e iluminaban el camino como dos faros en medio de la nebulosa tenebrosidad marítima. Pero el terror, el terror real, uno como nunca hubiere sentido en toda mi vida, me embargó, casi anegándome con su perenne sagacidad, cuando, en un intento desesperado por pedir ayuda a voces hasta el campamento en la duna volví la vista y vi, en los cuartos traseros del animal, una inmensa llamarada que crecía y que moría ahí. El caballo tenía la cola en llamas y la sacudía regando aquí y allá pequeñas reproducciones miniaturas de fogatas, en una inestable parodia.
No pude más con aquello y volví el rostro al suelo para vomitar con los ojos cerrados, todo cuanto hubiera comido hasta aquel momento.
Podría decirse que no fue más que la certeza lo que me hizo abrir los ojos de nuevo. Y es que aquella afirmación sería absolutamente cierta. La certeza me hizo abrir los ojos pues, ciego y extenuado percibí un desagradable aroma que casi me hace vomitar otra vez, era un aroma agrío y podrido, en nada recordaba a lo que se esperaría oler en un desierto: era el desagradable aroma de mi vomito que se había evaporado al entrar en contacto con el suelo de llamas que nos rodeaba.
Una súbita, una alocada teoría asaltó mi mente en ese momento y casi me volví loco ante la posibilidad, aun así…
-Hambre-le murmuré en el oído al caballo deseando equivocarme y este se volvió hacia mí al escuchar su nombre.
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