Tierra de gigantes

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Nota: Con motivo del cuatrocientos aniversario de la muerte de Cervantes, Zenda organiza un concurso de relatos en el que hay que contestar a la pregunta: ¿Qué haría hoy Don Quijote con los molinos? «Tierra de gigantes» es mi propuesta.

 

Tierra de gigantes

 

En ese momento descubrieron en torno a diez molinos de viento que se alzaban en el horizonte, y en cuanto los vio Quijote comentó a su compañero: «La fortuna nos sonríe, amigo Sancho, pues hemos encontrado la Fortaleza de los Gigantes».

 

*        *        *

 

Dos horas antes…

 

El Seat Ibiza había tomado la salida 33, despidiéndose de la comodidad que ofrecía la A-43 para ponerse rumbo a Puerto Lápice. «Un pálpito», le había respondido Quijote sin levantar la vista del libro, siempre escueto cuando el hambre de la lectura lo atenazaba, a lo que Sancho respondió con un encogimiento de hombros para a continuación indicar la maniobra con el intermitente. Tic-tic, tic-tic, tic-tic. Desde el radiocasete, Joaquín Sabina recordaba el amor encontrado y perdido en un pueblo con mar –«y nos dieron las diez y las once, las doce y la una y las dos y las tres», cantaba el poeta andaluz con una voz aún no castigada por los excesos–, y el conductor seguía la desventura del protagonista marcando el compás de tres por cuatro sobre el volante.

Quijote y Sancho llevaban varias semanas dando tumbos por las carreteras manchegas tras una gloria que se les mostraba esquiva. Cuando el ánimo decaía, algo poco habitual en el bueno de Sancho, el joven se preguntaba por qué accedió a ser el compañero de aventuras de aquel empresario venido a menos, copiloto de un destartalado Seat Ibiza del 93 sin dirección asistida ni aire acondicionado. Rocinante, lo había bautizado su dueño en recuerdo de un viejo caballo que tuvo durante una de las pocas rachas de buena suerte con la que le obsequió la diosa Fortuna; Rucio, lo llamaba Sancho por el color indeterminado que lucía el cochambroso vehículo. Sin duda, el haber renovado por quinta vez la tarjeta de desempleo había influido en su decisión pero aún así, se reprochaba el joven, debería haber hecho caso a las advertencias de su Teresa: «Mira Sancho que todos en el pueblo dicen que ese tío está loco. Desde que cerró la empresa no hace más que leer historias policíacas. ¡Hasta se hace llamar “inspector Quijano”! No me extrañaría que llevara una pistola en la guantera».

Gracias a Dios en la guantera, como en el asiento trasero y el maletero, sólo había libros de novela negra escritas por autores nórdicos de nombre impronunciable que su compañero releía a la menor ocasión. Las marismas, La señorita Smila y su especial percepción de la nieve, Petirrojo, Aurora Boreal, Entre la promesa del verano y el frío del invierno,... Kurt Wallander se marcaba una conga con Harry Hole y Lars Martin Johansson con cada curva de la carretera, mientras Mikael Blomkvist escribía la crónica del particular encuentro bajo la calculadora mirada de la siempre enigmática Lisbeth Salander. Pero eran el inspector Alfons Lår y el caso de La chica que no sabía reír quienes llenaban las horas de Quijote cuando enfilaron la CM-420, y absorto en la trama llegaron a Puerto Lápice, donde pararon para recuperar fuerzas antes de seguir el camino hasta Campo de Criptana. 

Sabina imaginaba las vidas que le hubiera gustado vivir, soñando ser Al Capone en Chicago, legionario en Melilla o pintor en Mont Parnesse, estuviera eso donde estuviere, y Sancho no pudo estar más de acuerdo con el de Úbeda, pues él mismo deseaba en ese momento ser cualquier otro menos aquel idiota, Panza de apellido y cuerpo, que recorría La Mancha a todo lo largo y ancho sin un propósito claro, la camisa pegada a la piel por el sudor y el brazo izquierdo bien torrado. En ese momento descubrieron en torno a diez molinos de viento que se alzaban en el horizonte, y en cuanto los vio Quijote comentó a su compañero: «La fortuna nos sonríe, amigo Sancho, pues hemos encontrado la Fortaleza de los Gigantes», ordenándole parar en el arcén.

No había dejado el motor de respirar y ya Quijote se hallaba fuera del vehículo, impulsado por un vigor que sólo hacía acto de presencia cuando lo cegaban aquellas disparatadas visiones que nada bueno presagiaban, y señalando los molinos con el dedo como un Colón seco de carnes y sesos, le confió a su fiel compañero:

–La Fortaleza de los Gigantes, llamada así por los enormes torreones que a modo de criaturas mitológicas defienden sus muros. Ése es el refugio de mi archienemigo, de mal sobrenombre el Carnicero, y los que allí ves, encadenados en fila de a uno bajo el sol, son sus próximas víctimas, a las que extraerá los órganos con el propósito de venderlos en el mercado negro.

–¿Fortaleza? ¿Víctimas?... ¿¿Órganos?? –Sancho estaba realmente desconcertado–. Yo no veo más que molinos de viento y un grupo de turistas.

–Lo que por tu boca habla es el miedo, compañero –le reprochó Quijote con tristeza–. No me explico cómo te dieron la placa.

Y tras decir esto, Quijote sacó de entre los pliegues de su camisa una Astra 300 que llevaba en la familia desde los tiempos de la guerra civil y que el empresario, en el inicio de su locura, había limpiado como buenamente supo sin llegar a probar siquiera, pues ni cartuchos tenía, y con ella entre las manos, al estilo de sus héroes de papel y tinta, con el nombre de su amada en los labios, fue al encuentro de los supuestos rehenes, provocando la huída despavorida de los turistas que, en ordenada cola, esperaban su turno ante el molino Culebro para ver el museo dedicado a Sara Montiel.

–Esta vez sí que me lo encierran –murmuró apesadumbrado Sancho, y salió corriendo tras él a todo lo que le daban sus cortas piernas.

 

B.A., 2.016


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