Corsarios del Rey

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«¡Qué bonito es Vigo al amanecer!», pensó el capitán Santiago Rías mientras contemplaba desde cubierta el lento despertar de la ciudad. La cálida Aurora bañaba el puerto con sus lágrimas doradas, tiñendo con el color del hierro fundido las aguas por las que los pesqueros navegaban en pos del incierto futuro que ofrecía el nuevo día.

Un golpe seco a sus espaldas lo sacó del ensueño. Los marineros apilaban en una cesta las piezas de 24 que alimentarían el único cañón que artillaba la San Simón, rebautizada como Rabiosa desde que el empresario Don Jaime Ferrer la armara para el corso, pequeña lancha de cubierta corrida y un solo palo con la que Santiago Rías y sus veinte hombres -todos gallegos a excepción de un gaditano que el destino llevó hasta Vigo-, salían a la mar para ejercer de honrados corsarios, que no piratas, en el nombre del Rey. Y hasta ahora la diosa Fortuna les había sonreído, ganando dos buenas presas de bandera inglesa.

Con David Borras como piloto y el gaditano Juan Muñoz al cañón –que todos a bordo llamaban Pisha–, la Rabiosa aprovechó la marea alta del día siguiente para salir del puerto de Vigo, cruzando la ría de Ares donde un mes antes había estado fondeada la escuadra franco-española tras la batalla de Finisterre, con la que el rey Carlos IV y el emperador Napoleón le buscaban las cosquillas a Su Graciosa Majestad. Buscaron suerte en torno a las Cíes, yendo hacia el norte hasta alcanzar La Coruña para después virar y poner rumbo a Lisboa, pero ninguna presa se les cruzó en el camino. Y así los días pasaron y la moral descendió, hasta que al fin, tras algo más de un mes de virada tras virada ante las costas portuguesas, tomaron contacto con una fragata de pabellón británico, iniciando una larga cacería que los llevaría hasta el litoral de Cádiz.

Cuando el sol ganó la batalla a la densa niebla que cubría la mañana del 21 de octubre, en vez de la fragata en fuga, ante la Rabiosa apareció la escuadra franco-española poniendo rumbo a Cádiz en una desastrosa línea que ocupaba cinco millas de longitud, con grandes huecos abiertos entre los navíos hacia los que se dirigía la armada británica en formación de cuña y con el viento a favor. Cuatro buques franceses se alejaban a todo trapo de la contienda y David Borras, haciendo bocina con las manos, preguntó por la situación en su francés de taberna.

–A Cádiz –se dignó a responder un estirado oficial, desentendiéndose de la Rabiosa y de los compañeros que dejaban atrás.

–Se largan, capitán.

«¡Hijos de perra!», pensó Santiago Rías con la mirada en el horizonte cargado de humo, cegada la escuadra combinada por culpa del maldito viento. No era necesario ser estratega para comprender que la batalla estaba perdida; que era inútil el sacrificio de tantos compañeros de mar y tierra, como los gallegos del 79 de infantería de línea que embarcaron en el Ferrol. O los gaditanos –«Mushos paisanos estarán en el fregao», le oyó lamentarse al Pisha–, que habrían sido reclutados a golpe de culata para completar la dotación. El honor decidía, respiró aliviado, y al menos había visto amanecer en Vigo una última vez. 

–¡Señores! Somos corsarios del Rey, y allí está nuestra presa –y viéndose arropado por veinte pares de ojos, tras una rápida plegaria, Santiago Rías ordenó enfilar la popa del buque inglés más cercano, el cañón cargado y los alfanjes y hachas de abordaje alzados al cielo de Trafalgar.

 

B.A., 2.016


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