La niña al otro lado de la calle

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Me encontraba yo llorando mis muertos, ebrio y drogado, apretujado entre el terciopelo del sofá, sentado ante una única, autentica lámpara cuya luz mortecina apenas me alumbraba la vista, mi mano estaba abrazada al cuello de una botella de ginebra a medio terminar y frente a mí, junto a la lámpara aún quedaban rastros de la última línea de cocaína, cuando un horrible hedor atrajo mi atención al exterior.

    Era una vaporosa nube fétida, similar en aroma al tomate descompuesto, y entraba a la habitación a través de la única ventana haciendo ondear las largas, largas cortinas rojas. Mas cuando, tambaleándome por la borrachera, me acerqué a la ventana con intención de cerrarla, me fijé, tembloroso, en lo que había más allá.

    ¡Ah! No puedo describir, pues es inenarrable, la maravilla que me inundó entonces, cuando, por accidente, -siempre sucede así-, me fijé en la criatura al otro lado de la calle. Y digo criatura pues la niña apenas debía pasar de los trece años de edad. Esto último no es una certeza pues lo único que podía ver era la figura de su sombra, empero, un análisis detenido a la sombra me arrojó esta conclusión y yo la di -y aun la doy- por válida. En el edificio de enfrente, en el segundo piso del edificio de enfrente, casi justo frente a mis ojos, estaba ella, mas no me asombraba su belleza pues como ya he dicho lo único que podía ver de ella era su sombra, no; lo que me asombraba era la manera en la que la sombra se deslizaba de aquí para allá, como si la niña estuviera saltando en la habitación, ante la luz de una serie de inquietas llamas, pues ¡mira! aquí y allá había más sombras de la niña, no dos, sino tres, ora cinco, ora siete, ora desaparecía de mi vista y me dejaba preso de una paranoia impropia en aquellas circunstancias. Empero esto, no importaba cuanto me esforzara por ver a la niña, a la niña al otro lado de la calle, nada vislumbraba yo de ella más que esas alargadas e informes sombras que nacían y morían en el suelo, en el suelo de la habitación que, desde el ángulo de vista desde el que espiaba, parecía no estar amueblada en absoluto.

    Presto, acerqué el sofá junto a la ventana, sin importarme, ahora, el hedor que manaba de la calle, -de alguna cloaca seguramente-, y, reflexivo, cavilé al respecto. Más pronto que tarde llegué a una conclusión pues esos movimientos solo podían significar algo: la niña tenía que estar bailando, practicando, quizá, una coreografía para una obra a la que pertenecía. Era esta, sin embargo, una coreografía en extremo complicada, y el hecho de solo poder ver sombras no me facilitaba en absoluto el saber que ocurría en la habitación, en la habitación frente a la mía. Repentinamente seguro de que no había fallado en mis inferencias, me mantuve así quién sabe cuánto tiempo más, absolutamente hipnotizado por el movimiento que describían las sombras en la moqueta y las paredes, preso de una irracional inquietud que poco a poco crecía dentro de mí. Había algo… algo, que me parecía inconsistente, pero no lograba identificar el qué. Me embargaba la sensación, la súbita seguridad de que había algo mal en aquella coreografía, como si fuera, por alguna razón hasta entonces desconocida para mí, imposible, mas el hecho es que no había ningún indicativo para pensar eso, los pasos eran versátiles y cómodos, la velocidad y ejecución eran maravillosas, y aquel pequeño movimiento que describía con el torso -o lo que yo creía, por la sombra que era su torso- me parecía letárgico, hipnotizarte, era, sin embargo, sobre todo este, el que me inquietaba, era una pequeña sacudida con el torso que se extendía hasta alcanzar las piernas, pero había algo…

    Y todavía no identificaba el qué cuando la niña ceso de moverse. Supuse, en aquel momento, que estaría agotada después de tan intenso despliegue de habilidades y ahora, sin duda, saldría de aquella habitación para dirigirse a no sé dónde y yo no volvería a verla nunca más. Esto, sin embargo, resultó ser una falacia, pues ella permaneció ahí, de pie, inmóvil, como si esperara que ocurriera algo y, nada, nada de nada, ocurrió tras los siguientes cinco minutos o así: no moví ni un musculo preso de un injustificado horror, de un pánico absurdo, no me incliné a recoger la botella que había dejado atrás, y ella, por su parte, tampoco se movió para irse o para continuar con su ensayo, en un tiempo que me pareció infinito. Finalmente, comenzó a moverse de nuevo y yo me estremecí de alegría por alguna razón incognoscible.

    El hechizo, el extraño influjo hipnótico que antes ejerciera sobre mí el baile no había desaparecido sin embargo, y yo me quedé ahí contemplando el movimiento de las sombras hasta que una nueva bocanada del fétido aroma que exhalaba la calle me tomó por sorpresa, haciéndome volver la vista por un instante, era ahora, sin embargo, tan penetrante que temí desmayarme así que no me quedó otra opción que cerrar la ventana. Así, sin embargo, no lograba vislumbrar nada.

    Tras intensos esfuerzos por ver algo, lo que fuera, me rendí al fin y me dejé caer en el raído sofá exhausto por la mezcolanza de emociones que me embargaban. Me dije que ya era tarde, que debía dormir, mas fue inútil pues no pude más que dar vueltas, acurrucado en el terciopelo del cojín. Todavía me anegaba la lascivia por desentrañar aquel misterio y sabía que no dormiría hasta conocer la respuesta a mis interrogantes. Solo había, por tanto, un modo de conciliar el sueño: debía ir a la casa, a la casa de enfrente e interrogar a la niña. Algo, además del aire, olía a podrido en todo esto.

    Salí, con este fin, a la calle, cubriéndome la nariz con una mano; el olor afuera era aún más nauseabundo y parecía ?quizá solo era impresión mía? que a medida que me acercaba a la casa de enfrente más agudo era el aroma. Cuando llegué lo confirmé, ahí el olor era el doble de repugnante, pero ya nada podía detener mi sed de respuestas, así que, entornando la puerta -estaba abierta- me interné en la casa y, subiendo las escaleras para ir a la habitación, llegué por fin a mi objetivo.

    Me disponía a golpear la puerta y lo hice, pero solo una vez pues esta cedió ante el peso de mi mano y dejo al descubierto la misteriosa habitación que con horror contemple pues ¡mira! ahí estaba la sombra que yo contemplara desde mi habitación y con qué horror veía ahora como el viento mecía el cadáver de la niña, de la niña colgada por el cuello de una soga, haciéndola bailar.


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