El dueño de aquella huerta tenía varias gallinas, aunque estas estaban tristes, porque no tenían un gallo que las acompañara, que las amara y que las defendiera de un posible peligro. De esa manera, ellas cuando se le acercaba alguien, como podía ser los perros de casa, el dueño, o un vecino que les hacía alguna visita, se agachaban delante de ellos, para que las poseyeran.
Esas gallinas, a pesar de no estar nada contentas, como estaban bien alimentadas ponían bastantes huevos; que a todos, el dueño no era capaz de comer. Por eso vendía los que le sobraban a un vecino, quien un día le regaló un gallo muy grande que tenía solo en su corral y que no se atrevía a matar para comérselo.
Ese gallo, que al no tener nunca ninguna gallina a su lado, tenía tantas ganas de tener amoríos con alguna, que al encontrarse con tantas de repente, no se cansaba de tener relaciones sexuales con todas las que había en la huerta. Pero es que además se hizo tan posesivo, que por celos atacaba a todo aquel que se le acercaba demasiado, fuese perro o persona.
Este era el problema que tenía con el dueño de las gallinas, porque después de venir el dichoso gallo no podía andar tranquilo por la huerta. Es que el gallo tanto atacaba a sus dos perros, como le atacaba a él, cuando menos lo esperaban y ya estaba cansándose de tener que defenderse de su atacante, sin que en ningún momento tuviera motivos para ello.
El amo de la huerta y de las gallinas, aguantó lo que pudo las impertinencias del gallo celoso, hasta que un día este le atacó por la espalda y esto fue lo que le colmó el vaso de su paciencia y aunque le dio un poco de trabajo, pudo cogerlo, atándole una pata con una cuerda junto al gallinero, para que fuera de su radio de acción, nunca más volviera atacar a nadie y luego en vez de tener un gallo, más bien parecía que tenía un perro amarrado para que no mordiera a nadie y hasta las gallinas estaban más contentas por no tener el gallo siempre encima de ellas.
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