Se aclara el día. Situado en la azotea del edificio más alto de la ciudad veo como una suave brisa se va llevando las nubes hacia las montañas, dejando que el Sol aparezca de forma potente para cambiar el rumbo de nuestras decisiones.
Al borde del precipicio empiezo a envidiar tu facilidad de cambiar de vida, de aires e incluso de dirección. Me pregunto como eres capaz de tirar la toalla antes de empezar el segundo asalto, de dar otra vuelta a la tuerca del puñal que hay clavado en mi espalda, de derramar el bote de sal en mis heridas, de girar la esquina sin mirar hacia atrás y de echar agua al fuego en vez de gasolina.
Para poder iniciar el viaje preparo mi equipaje. Pongo un par de fotos del que un día fui, aunque no me reconozco en ellas. Un billete de ida al paraíso. Mi corazón de fibra de vidrio, frágil pero a la vez peligroso si lo acaricias, podrías llegar a hacerte daño. Una botella de Jaggermaister bien fría, para cuando éste escuece. Una linterna para iluminar mis noches oscuras. Un pecado compartido. Un detalle que olvidar. Mis zapatillas naranjas de “running”, expertas en escapar de situaciones complicadas. Un fragmento de cada persona que me ha aportado tanto en la vida, empezando por mis padres. Un beso de despedida. Una mentira de color verde que me produzca esperanza cuando quiera creérmela. Quizás algún día se convierta en verdad. Un videojuego con el que matar los ratos más aburridos. Una coca-cola. Un primer beso. Un bote de yodo para curar las heridas que todavía me sangran. Aquella sonrisa, de valor incalculable, que causa el mismo efecto en mí. Un compañero de aventuras, que no le tenga miedo a nada. Un granito de arena de una playa desierta. El papel roto donde escribí las promesas que nos hicimos. Un pase al hueco en profundidad. Un perfume hecho con una sola lágrima de nostalgia. Un mechero para poder quemarlo todo y no dejar pruebas. Un pecado carnal. Un mapa en blanco. Plastidecors para pintar en él mi destino. Un definitivo adiós.
La cierro y no pongo candado, no tengo nada que esconder. Cuento hasta tres: Uno, dos … y me lanzo al vacío.
No quiero arrastrarte conmigo. Mientras caigo al abismo pienso en todas las cosas buenas que me han pasado en mi vida. Quiero vivir. Me doy cuenta de mi equivocación pero parece ser demasiado tarde. Empiezo a creer en el poder de mi mente y ,de repente, me aparecen alas de color dorado y comienzo a volar. Franklin D. Roosvelt (1882-1945) dijo: "Los hombres no son prisioneros del destino, sino prisioneros de su propia mente". Empiezo a sentirme tan bien que se apodera de mi una sensación de inmortalidad. Me dejo llevar por un fuerte viento de poniente. Sobrevolando el mundo por el inmenso cielo azul empiezo a ver las cosas desde un punto de vista distinto.
Por fin llego a mi destino, nunca había estado aquí. Me gusta. Empiezo, por primera vez, a sentirme cómodo lejos de ti.
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