QUÉ TENGA UN BUEN DÍA

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El señor Marquina paseaba cansinamente su trajeada y sólida figura por la estancia. Llevaba varios días en esa actitud meditativa: las manos entrelazadas a la espalda, pensativo y cabizbajo, recorriendo la habitación sin más treguas que contestar alguna llamada importante, mantener una reunión inexcusable, o una pausa para tomar el frugal almuerzo que le subían por orden suya. En estos momentos pensaba en su mujer -bueno, su ex-mujer-, y en sus dos hijas, que no podrían librarse de tal condición aunque quisieran, y en que hacía algo más de tres meses que no las veía ni sabía nada de ellas. Recorrió con la mirada el amplio y lujoso despacho y lo culpó de haberle usurpado la familia y la juventud… “Y quizá el alma”, pensó convencido.

Reparó en su mesa, donde con cierto desdén se acumulaba documentación de negocios y los expedientes de deudas de personajillos rateros e influyentes. Eran de políticos de todo signo y otros pícaros de renombre disfrazados de autoridades y dignatarios que él, como Director General y primer ejecutivo de una gran Caja de Ahorros, condonaba a su antojo o utilizaba como moneda de cambio para los habituales trapicheos y chanchullos de los que se beneficiaban todos.

Se preguntó cuantos millones, él mismo, los altos directivos y el Consejo de Administración, le habían robado legalmente a la Caja con sus elevadas y variopintas remuneraciones, sus bonus y recompensas sobre los beneficios manipulados, los autopréstamos a interés cero. Con injustificadas financiaciones a los politiquillos del momento para traficar influencias y otro sinfín de maniobras habituales sobre las que ya no quería cavilar porque notaba que su cabeza se le calentaba. Todo a sabiendas de que la situación económica por la que atravesaba la Caja en el presente era una ridícula parodia de otras etapas de verdadero esplendor económico en que siempre llovía el dinero.

Ahora tocaba repartirse –pensó- lo poco que quedaba en la hucha entre los directivos y el consejo, antes de que la entidad fuera investigada en serio por el Banco Central, descubrieran que estaba seca, no valía más que una cuantas monedas y fuese intervenida.

Ya habían tratado de ello, de la forma de de escabullir el dinero: con jubilaciones indecentes, contratos blindados e indemnizaciones obscenas. Puesto que aunque La Caja nunca había tenido ánimo de lucro, ellos sí, y mucho, y el dinero de los clientes es como el dinero que administran los gobiernos: Es dinero público, y por tanto de nadie. Solo está esperando que alguien le eche el guante. Después, todos se irían de rositas y todavía más millonarios.

Continuó recorriendo el opulento despacho. Se dio cuenta que lo único noble que había allí eran las maderas del mobiliario y las que cubrían por completo las paredes.

Resopló y se frotó la frente. Se alisó el pelo recio teñido de negro y se le endurecieron más las facciones del rostro, porque no era eso todo lo que le ocupaba por completo la cabeza las últimas semanas, le recomía la conciencia y escalaba por sus tripas y vísceras hasta devorarle el cerebro.

        Se preguntó también cuántos expedientes de deudores honrados y más humildes habían tramitado sus múltiples subordinados. ¿A cuantos empresarios trabajadores y honestos les habían denegado crédito?, obligando al cierre de sus empresas, forjando sus ruinas y las de sus empleados. ¿Cuántas familias se habían retrasado con la hipoteca y fueron arrojadas a la calle?, esto por culpa del afán de dinero durante sus años de gerencia usurera. ¿A cuantas personas decentes habían destrozado la vida y arrojado a la marginalidad?, todo refrendado con el sello de La Caja. ¿A cuantos incautos habían despojado de los ahorros de toda la vida?, convenciéndolos de que invirtieran en productos financieros que no eran más que basura, porquería especulativa y de alto riesgo, o que carecían completamente de liquidez como las participaciones ordinarias y letras sin garantías.

Demasiados, se contestó, y un sudor frío le resbaló por la espalda.

Por el amplio ventanal del fondo del despacho, situado en el último piso del edificio, se colaba una brisa con olor a encanto procedente de la apacible y despejada mañana de finales de primavera. Contempló como se dibujaba la línea de los rascacielos del centro financiero: Sostenían el cielo -reflexionó Marquina- como los pilares de una gran carpa azul, la del colosal circo de equilibristas, payasos, ilusionistas, charlatanes, timadores y fieras en que se había convertido la pista central de la sociedad.

Ya aburrido de tanto paseo por la oficina, cansado de tanto cavilar y de los pensamientos que le aturdían, el señor Marquina respiró una buena tajada de aquel aire puro. Se armó de valor, se quitó la elegante chaqueta y la corbata, las arrojó con desprecio sobre un sofá y, disparado, descamisado y arrepentido por todo lo que había hecho y consentido, tomó carrerilla y emprendió la huída.

        - Señor Director General: ¡Eh! Que me tiene que firmar estos documentos. –Lo intentó frenar su secretario en el piso 56, alzando una carpetilla roja y tocándose las gafas-. ¡Son muy importantes!

        - Vete a la mierda, Morales –Le contestó Marquina con un corte de mangas mientras cogía velocidad-. Métetelos donde te quepan.

        Continuó descendiendo. En el piso 45 lo avistó Doña Socorro, la jefa de limpieza, con su eterno pichi limpio azulado y el trapo en la mano.

        - Que tenga un buen día, señor Marquina.

        - Lo mismo te digo, Socorro. Saluda a tu nieto de mi parte. –Le Gritó Marquina sonriente y complacido. Ayy..Siempre tan amable y fachendosa aquella mujer...,

        En el piso 34 sorprendió a varios empleados en la cafetería. Se sorprendieron y sonrojaron, quizá por verse cazados holgazaneando.

        - Seguid, seguid. No os preocupéis por mí. –los tranquilizó Marquina a grito pelado, agitando los brazos- Es lo mejor que os llevaréis de esta empresa.

        En el piso 21 se topó con el pelota de Ramírez, tan gris como su traje.

        - ¿Todo va bien, señor Director General? –Le ladró Ramírez.

        - Hasta ahora perfecto –susurro casi para sí, Marquina- Hala, adiós, y que te den.

        En el piso 12 reparó en la nueva empleada. Ni siquiera se acordaba de su nombre.

        - Búscate un empleo decente. No te metas a ladrona ni a usurera. –Le aconsejo a berridos Marquina por el altavoz improvisado con las palmas de las manos.

        No supo si lo había escuchado o no, porque Marquina ya marchaba como una flecha.

        ¡Qué agradable sensación! ¡Qué libre se sentía!, veloz y despeinado al viento. Hasta sentía su alma limpia y refrigerada.

¡Qué pena no poder repetirlo! –Se lamentó Marquina, satisfecho por ser consciente de que no podía saltarse ni sobornar a la ley de la gravedad.

        A la vera de la fachada del rascacielos de La Caja, precipitado al vacío desde su despacho en el piso 60, caía Marquina en picado, hasta que la acera se interpuso en su camino. Quedó aplastado como un fajo de billetes.

La mañana era perfecta para suicidarse.


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