Amor, sexo y disfunciones
Por Manuel Olivera Gómez
Enviado el 20/05/2016, clasificado en Cuentos
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AMOR, SEXO Y DISFUNCIONES
Pensé siempre que mi amor le iba a alcanzar para toda la vida. Que sería dichosa envejeciendo a mi lado.
Me equivocaba. Cuando mis bríos en la cama comenzaron a languidecer, su ardor de hembra seguía aún completamente vivo. Me auxilié del jengibre y de cuanta hierba afrodisíaca me recomendaron. Pero no hubo manera. Y ella se cansó. No quiso conformarse con un sexo alternativo.
Antes de irse, se hizo un nuevo corte de cabello, siguió por unos días la dieta de la luna, y se gastó un dineral en cremas y tratamientos antiarrugas. Cuando creyó estar lista, cargó con sus maletas, dejándome a mí disminuido, y sumergido en un mar de culpas y decepciones. Me dijo adiós con un beso en la mejilla, y comenzó a buscar en otro sitio el empuje de una juventud que yo nunca más podría ofrecerle.
Durante años disfrutó a plenitud del olor a primaveras que desprenden las pieles jóvenes. Pagó por amores que noche a noche la dejaban sometida y satisfecha. Hasta que un día se le acabó el idilio. Los espejos, y algún que otro achaque se encargaron de recordarle que el tiempo también pasaba para ella.
Intentó volver. Intentó reconquistarme. Imaginó que siempre estaría ahí, de brazos abiertos y dispuesto a perdonarla.
Quedó sorprendida y hasta molesta cuando descubrió que ya para mí no era importante. Que su antiguo espacio ahora estaba ocupado. Le conté que cuando me dejó, la extrañé mucho. Pero aguanté el dolor, y pude reponerme, porque comprendí que no valdría la pena sentarme a llorar por quien en realidad no me amó nunca. Seguí adelante. Y un día apareció alguien a quien no le importaron mis disfunciones. Me ayudó. Me hizo entender que el sexo siempre iba a ser primordial, pero había otras cosas que complementaban una relación. Fue mi mejor medicina. Junto a ella, recuperé poco a poco mi virilidad perdida. No con la intensidad de otros tiempos, pero sí con la suficiente fortaleza y frecuencia como para hacerla feliz.
Me miró por última vez. También yo puse mis ojos en ella. Estaba vieja. Y cansada. Tantas noches de sexo y lujuria le habían echado a perder su costosa inversión en tratamientos de belleza. Suspiró, y otra vez nos despedimos. Esta vez para siempre.
Me han contado que hoy en día es casi una anciana. Se está marchitando sola entre el alcohol y el cigarro, y para mitigar su desamparo se ha rodeado de gatos. También me han dicho que cuando alguien le habla de mi, una lágrima comienza a aparecerle en sus arrugados ojos de lagarta.
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