Las cosas podrían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así… Ahora miraba directamente la negra boca de un cañón. Casi esperaba escuchar la voz ronca y severa del arma, amonestándole por observarle las entrañas de forma tan impúdica. Evidentemente resultaba absurdo. La boca de un revolver tiene poco que decir y, desde luego, su idioma no debería ser nunca escuchado por el oído humano.
Intentó levantar la vista. Una nube de humo de tabaco prácticamente cubría a las figuras de los tres silenciosos testigos. Miradas febriles huían de sus ojos. Se perdían entre vasos, ya sin hielo, y bebidas a medio terminar, ceniceros repletos y montañas de fichas sobre el tapete verde de la mesa que todos circundaban.
-Tu turno, Sebastián.
No era el revolver quien había habladoo. Aquella voz podría haber sido la de un fantasma, y sin embargo pertenecía a aquel hombre de ojos hundidos y barba de varios días que se sentaba a su diestra. Jugueteaba nervioso con dos fichas de casino, haciéndolas chocar entre si rápidamente, sin cesar. Una y otra vez, con la misma insistencia que derrochan los insectos en las tardes calurosas de verano.
Volvió a encararse con el arma. Intentaba inútilmente calcular las probabilidades. ¿Qué posibilidad existía de que el percutor golpeara el vacío por cuarta vez consecutiva? ¿Una contra seis? ¿Dos contra cuatro? ¡A la mierda! Las matemáticas no encajaban en aquel maldito juego.
Lo colocó incómodo sobre su sien. El metal parecía arder. La vida entera, en unos segundos, desfilaría ante él… ¿no era así como siempre decían que ocurría? Cerró los ojos con fuerza. Si no era capaz de ver la película de su vida ahora, tal vez no lo hiciera ya nunca. Muy a su pesar la única imagen que de una forma insistente se empeñaba en aparecer, era la de aquella mujer en el hall del casino. La tez de porcelana, los carnosos labios pintados de un rojo rotundo y esa lánguida mirada. Si se pudiera atrapar todo el desdén que cabe en el corazón de una mujer rota y se envolviera con seda y terciopelo, unido con un lazo de raso, el resultado sería ella. ¿Acaso se puede amar a una mujer que solo te desprecia? Lo cierto es que nunca lo sabría. Lo seguro, es que sí se podía morir por una mujer así. Los siguientes instantes iban a ser la prueba irrefutable de aquella certeza. Amar. Para opinar acerca de algo deberías conocerlo. Hasta el momento no se le había presentado la ocasión, tal vez en otro momento… o en otra vida. Quien pudiera preocuparse por el amor ahora.
Le abordó un pensamiento, casi una revelación. Él ya estaba muerto. Al menos de piel hacia dentro. Ella lo había liquidado una noche ya lejana, en la que le dijo aquello de “tanto tienes, tanto vales, Darling y tú nunca tendrás lo suficiente para mí”. Aquella bala era la que realmente lo había matado. Después comenzaría toda una loca carrera para atesorar lo único que ella había aprendido a querer en su vida. Una carrera sin mirar atrás, sin avituallamiento y sin posibilidad de abandono, porque el abandono suponía el adiós definitivo a ella. Al roce esporádico de su piel. La desaparición de la esperanza. Una esperanza exigua, pero siempre renuente a desaparecer por completo. Sí, estaba claro, ya había muerto entonces, en aquella lejana noche. Únicamente había que hacerlo oficial hoy.
Un carraspeo de impaciencia le sacó de su ensimismamiento. Era el momento. Un momento para el valor o la locura, y todo lo que se amontonaba sobre la mesa sería suyo.
Apretó el gatillo de la única forma posible que hay de hacerlo, como si la boca del cañón reposara sobre la cabeza de otro.
No sintió gran cosa. No sabía que se suponía que sentiría, así que le pilló desprevenido. Solamente una cálida y húmeda sensación extendiéndose por sus muslos y el clic del percutor al no encontrar más que aire, le hicieron ver que seguía vivo. Meado, pero vivo. Un murmullo más de decepción que de alivio recorrió la circunferencia de la mesa. Había ganado. Debía de haberlo hecho, y ¿esto es lo que se siente? Por una vez en su vida, había ganado. Le costaba creerlo. Miró el revolver como si lo hiciera por primera vez en aquella noche. Y en aquel momento, en el que no esperaba escucharle, el revolver le habló. Lo hizo con una voz tan ronca y severa como ya había imaginado. Le disparó una frase con el deje ligeramente burlón de quien se sabe ganador de una apuesta. No necesitó más: “Buenas noches Sebastián, pronto nos veremos de nuevo”.
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