¡Oh, Dioses de mi Olimpo!
Voces de la eternidad,
decidme con claridad
los augurios del destino,
mostradme con lealtad
la sinuosidad del camino.
¡Callad, Hados del inframundo!
Despojadme de esta venda,
cegadme con vuestra prenda
llena de vida y fulgor,
pero endureced mi senda,
que se escuche mi clamor.
Quisiera ir al averno
para fundir mis cadenas,
olvidar, quemar mis penas
y quebrar mi corazón,
quisiera abrir mis trenas
para blandir mi pendón.
Soy como fuerte tormenta
de oscuros nubarrones
que eclipsan mis razones
y embarran mis sentimientos;
va ahogando mis entones,
coartan mis alientos.
Todo en mí está oculto:
la aversión, la piedad,
lo ingenuo o la maldad,
incluso toda indolencia;
todo ello es mi dignidad,
fruto de mi creencia.
Soy persona taimada
con alma rasgada, hendida,
en silencio sufrida
en este brutal encierro,
esperando está, curtida,
a quien pague su entierro.
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