Parte de la familia
Por Arecibo
Enviado el 26/05/2016, clasificado en Intriga / suspense
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–Tresco no existe. ¿Verdad?
–¿Estás fumao o qué te pasa?
Era amigo de Martín desde el primer año de instituto. La nuestra era la típica relación de amistad entre adolescentes, con sus confidencias y ocasionales peleas, entrando el uno en casa del otro como si fuera la propia. Compartíamos la hora de la merienda, los juegos de cartas con la familia las tardes de los domingos y las vacaciones en la playa. Y aún así, a pesar de esta inquebrantable complicidad, siempre planeó sobre nosotros la oscura sombra de Tresco.
Además de Eva, un par de años menor, Martín tenía un hermano gemelo de nombre Tresco al que conocía principalmente por fotografías y conversaciones familiares, pues fueron pocas las veces que lo traté a pesar de visitar asiduamente la casa durante más de diez años. El muchacho no iba al Alberto Durero, nuestro instituto, por razones que nunca me explicaron de manera satisfactoria y, lo que era más extraño, jamás estuve con los dos hermanos en la misma habitación. En las raras ocasiones que coincidía con Tresco, mi amigo Martín siempre se hallaba ausente, y la conversación con el muchacho no despejaba ninguna de las incógnitas que se me planteaban pues era tan hermético como los miembros de una sociedad secreta. Ni siquiera en las vacaciones de verano que compartí con la familia traté a los dos gemelos a la vez. Siempre ocurría algo que requería la presencia de uno de ellos en otro lugar, y cuando preguntaba por su ausencia al resto de la familia notaba como éstos me hacían el vacío, normalizándose de nuevo la relación cuando septiembre volvía a imponer la férrea disciplina del día a día en nuestras vidas.
Fue tal mi obsesión por Tresco que llegué a salir con Eva con el firme propósito de sonsacarle la verdad, pero la chica me caló rápidamente y cortó la relación, quedando como poco menos que conocidos. Y el tiempo pasó y las fotografías se sucedieron en los marcos, espejos del natural transcurso de la vida familiar. En los últimos años Tresco lucía en las imágenes una barba bien cerrada, y en su habitación, en la que me colaba a la mínima oportunidad, los pósteres, libros, cedés y ropas iban adecuándose a la moda del momento.
Así hubiera continuado mi vida si un día –de esto hace ya casi un año–, no hubiera visto al Tresco de las fotografías andando tranquilamente por la calle, la barba tupida, un chaquetón oscuro que a veces había vestido Martín y el brazo rodeando los hombros de Eva. Los llamé por sus nombres una, dos y hasta tres veces, más alto en cada ocasión, hasta que conseguí que volvieran la cabeza, viendo en sus ojos, en explosiva sucesión, desconcierto, reconocimiento y miedo, tras lo que apretaron el paso sin devolverme el saludo. Obcecado, eché a andar tras ellos, y la persecución me llevó hasta la casa que también fue la mía; hasta los ojos temerosos de Eva que parapetada tras la puerta me avisaba de la ausencia de Martín. Pero yo no estaba allí por mi amigo y entré en la vivienda tras apartar el tembloroso cuerpo de la chica, contando con cada pisada los peldaños que me separaban de la resolución del misterio.
* * *
–¿Qué haces aquí?
–Eso debería preguntarte yo a ti, ¿no? Al fin y al cabo ésta es mi casa.
Encontré a Martín en la habitación de Tresco, sentado ante un espejo de sobremesa con el que se ayudaba a quitar la barba con la que había falseado su identidad. Fue entonces cuando le dije aquello de «Tresco no existe, ¿verdad?», a lo que él me contestó con tanta desvergüenza que le hubiera arrancado la verdad a hostias si Eva no me hubiera frenado con sus súplicas, pidiéndome que abandonara la casa.
–Decidme a qué viene esta farsa y me voy.
–Yo te lo contaré –dijo la madre de los chicos desde el umbral, pillándonos a los tres por sorpresa. Y así hizo, para mí desgracia y perdición, hablándome del apacible Tresco antes de la llegada de Eva y de cómo su carácter se volvió inestable y peligroso a causa de los celos que lo devoraban, sufriendo la pequeña doce años de vejaciones que terminaron rodando escaleras abajo poco antes de que comenzáramos el primer año de instituto. Un accidente, por supuesto, y el daño ya estaba hecho, así que la familia selló un pacto de silencio para evitar un dolor mayor, adoptando Martín la identidad del gemelo desaparecido ante familiares y amigos cuando su presencia era necesaria.
–¿Y ahora qué pasará, mamá?
–Nada, Eva. Seguro que conseguiremos que Dani nos guarde el secreto.
>>Al fin y al cabo, también es parte de la familia.
* * *
Llega de nuevo el amanecer a la habitación de Tresco, la que es mi prisión desde hace casi un año. Interpreto desde entonces para el mundo el papel del gemelo con la esperanza de que algún día la familia se apiade de mí y permitan que recupere la libertad.
Lo que yo nunca llegaré a saber es que para los míos estoy muerto. Tras secuestrarme, vistieron con mis ropas el cuerpo de Tresco, que conservaban oculto en un congelador industrial en un trastero de alquiler, calcinándolo junto con mi coche en lo que los peritos policiales definieron como un lamentable accidente. Así que mi vida está ligada a la de Tresco, y durará el tiempo que sea necesario mantener la farsa.
Mañana hay reunión familiar y Tresco volverá a aparecer junto a su hermano Martín. Me llevarán convenientemente drogado, como las otras veces, para que no pueda divulgar el terrible secreto, excusándome nada más empezar la velada con el pretexto de algún problema médico. Y así será una y otra vez.
Oigo pasos al otro lado de la puerta; Martín me trae el desayuno. Tostadas con mantequilla y un café con leche. Buenos días, hermano.
B.A., 2.016
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