Rigoberto.

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Esmeralda, la primera de la clase, se ha negado a hacerle los deberes de historia a Rigoberto. «Como no me los has hecho, se lo voy a decir a mi papá y él, que es el rey, te va a cortar la cabeza», le dijo Rigoberto a la niña en voz baja y al oído. Y esta, lejos de chivarse a la profesora, como cuando el heredero al trono le robaba los cromos o se bebía su zumo, se echó a llorar presa de un ataque de histeria.

Doña Teresa, la tutora de la clase no le dijo nada Rigoberto ni tampoco a Esmeralda. Se levantó en silencio de su asiento y se dirigió a su despacho. Como venía haciendo días atrás, descolgó el teléfono y pulsó la tecla que había a la derecha.

—Está usted llamando al Palacio de los Rosales, residencia de Sus Majestades los reyes de Hispalandia. —dijo la misma grabación nasal y estridente de siempre—Si desea contactar con secretaría marque uno. Si lo que desea es contactar con el cuarto militar de su alteza, marque el dos. Si lo que desea, en cambio, es contactar con…

Doña Teresa no esperó más: marcó el nueve.

—Soy Teresa del Magro, la tutora de Su Alteza. Verá, ha habido un pequeño incidente con una niña… Sí, se trata de Esmeralda de Hinojosa, la hija de los marqueses de Turaneda… Bueno, sí, lo de costumbre, ya sabe: cosas de niños.

La profesora, que había esbozado una sonrisa como si su interlocutor, el jefe de la Casa Real, la estuviese viendo, colgó el teléfono muy despacio. A los diez minutos el bedel del centro anunció la llegada del Rolls Royce que había ido a recoger al príncipe.

De regreso a Palacio, Rigoberto no despegó los labios y se mantuvo con los brazos cruzados como si quisiera demostrar con aquella postura su enfado y su determinación de no jugar ese día con sus amigos, los hijos de los marqueses de Río Manso y de los condes de Sierras Frías. Bastante había tenido ya con la tonta de Esmeralda como para tener ganas de jugar a la videoconsola con ellos.

Cuando llegó ni siquiera le dio las buenas tardes a su madre. Pero su padre, Petronilo VII, que de pequeño había sido como él, es decir, que también solía amenazar del mismo modo a sus compañeros, le guiñó el ojo a su esposa para darle a entender de qué iba el enfado. Amaricia se dio enseguida por enterada y les siguió el juego con una discreta sonrisa.

—¿No tienes ganas de jugar? —le preguntó Petronilo antes de que el príncipe se encerrara en su habitación. Y este lo negó con la cabeza.

—Bien. Si te parece, puedes poner la televisión. Así no te aburrirás —le dijo a Rigoberto, el cual contestó con desgana sacudiendo los hombros.

Pero ver alguna película o algún programa infantil no formaba parte de los entretenimientos habituales del joven príncipe. Por lo que apretó, casi al azar, un botón del mando del treinta y ocho pulgadas que había frente a su cama.

Lo primero que vio fue una especie de reportaje sobre unos ancianos que tenían a su cargo dos hijos y cuatro nietos. Y empezó a verlo justo en el momento en el que la vieja decía que toda esa gente tenía que vivir con los seiscientos euros que su marido cobraba como pensión. «¡Pero qué idiotas! ¡Cómo se puede vivir con eso!», dijo Rigoberto para sí entre risas. «Si yo cobro cien mil euros al año y no tengo apenas para comprar los juegos que quiero», continuó diciendo sin importarle que sus padres le oyesen.

Como el programa estaba terminando, después de unos anuncios empezó otro sobre las repercusiones del paro y la crisis en la infancia. En él unos niños de la misma edad que él contaban como sus padres no podían darles siquiera un vaso completo de leche, pues debían mezclarla con agua del grifo, eso, claro está, cuando no les cortaban el agua por falta de pago. Lo de la leche mezclada con agua con cloro le dio tal asco a Rigoberto, que apenas pudo disimular una arcada. Así que cuando los padres de esos niños empezaron a hablar, apagó el televisor y volvió a la misma posición de brazos cruzados con que quería manifestar su enfado y, ahora, su aburrimiento.

Cinco minutos después oyó como alguien tocaba a la puerta muy despacio. Era su padre que al no oír el receptor creía que le había pasado algo. Cuando entró en el cuarto se sentó junto a él en la cama y le acarició la cabeza.

—¿Sabes? Yo también era como tú cuando tenía tu edad. Incluso de más pequeño, cuando el abuelo ni siquiera era todavía rey, a los compañeros los amenazaba no con que mi padre les cortaría la cabeza, sino con que Calixto, el general que reinstauró la corona, los fusilaría.

Aquella confidencia arrancó una pequeña sonrisa a Rigoberto. Pero en el fondo le molestó como cuando a una persona que odia las cosquillas le intentasen hacer reír de ese modo. Por lo que volvió a apretar los labios.

—¿Qué has estado viendo?

—¡Bah! Tonterías. Primero, una vieja mentirosa que decía que ella, su marido, dos hijos y cuatro nietos vivían con seiscientos euros al mes. Y luego, unos niños asquerosos que se beben la leche mezclada con agua del grifo.

Petronilo al oír aquello hizo una mueca que en apariencia era de asco pero que en realidad era de burla y que logró arrancar otra sonrisa a su hijo.

—¿Y qué piensas hacer tú? —le preguntó al niño.

—¿Hacer de qué? —respondió con extrañeza.

—Para no aburrirte, quiero decir.

Y ya libre de aquel viejo enfado con Esmeralda, extendió el mando de la videoconsola hacia su padre pare retarle con una sonrisa a un partido de fútbol.

 


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